El ego no es un enemigo: todo lo contrario. Si somos capaces de mirar un poco más allá de lo evidente, es un aliado para hacer aprendizajes fundamentales.
Satanizar al ego y pretender avasallarlo nos encierra en la dinámica de la guerra. Si, en cambio, si observamos en nosotros a partir de sus múltiples manifestaciones, podemos abrazarlo y reconocer todo lo que es posible aprender de él y con él. Mi experiencia de más de veinte años trabajando en procesos de terapia, así como mi apuesta espiritual -sin duda esta segunda más que la primera- me permiten comprender hoy que tampoco se trata de etiquetarse en un tipo específico del carácter, bien sea con un número o un adjetivo, pues desde allí solo contribuiríamos a profundizar en la segmentación, cuando a lo que estamos llamados es al reconocimiento de la totalidad en nosotros. En la medida en que comprendemos nuestras sombras, nuestras emergencias del ego, como un sistema total, nos integramos cada vez más.
Desde esas formas pensamiento y sentimiento bajos podemos aprender a experimentar formas pensamiento y sentimiento elevados. A partir la ira y los anhelos de perfección absoluta podemos pasar a aprender a aceptación y paciencia; con el orgullo y el falso amor, a dar paso al compromiso y la compasión; desde la lujuria y el castigo, al cuidado y la gentileza. A partir de la avaricia y el desapego patológico podemos elevarnos a entrega y bondad. Si reconocemos la gula y la autoindulgencia, podemos pasar a enfoque y autodominio; si observamos la vanidad y el autoengaño, podemos encontrar fidelidad y sosiego. Desde el miedo y la culpa podemos aprender confianza y serenidad. Con la pereza psicológica y el olvido de nosotros mismos podemos identificar la conexión y la benignidad; a partir de la envidia y la insatisfacción podemos llegar al gozo y la paz. En síntesis, podemos regresar al amor, esa fuerza de totalidad de la cual estamos simultáneamente imbuidos y envueltos.
Esas formas pensamiento y sentimiento bajos se presentan en nuestra cotidianidad. Lo importante es reconocerlas, en un ejercicio consciente y paulatino, no castigarnos y permitirnos identificar cómo podemos reutilizar esa energía baja para crear esas formas pensamiento y sentimiento elevadas, que sin duda son los frutos del Espíritu en nosotros. En ese empeño no estamos solos: necesitamos pedir ayuda. ¿A quién? A Dios, la Fuente, el Padre o la Madre Divinos, como quiera que les llamemos. Cuando invocamos los nombres sagrados de Dios la ayuda se revela y lo que parece imposible se hace alcanzable. Si pedimos con fe y actuamos con decisión, desde la Luz, el Amor y la Consciencia, pasaremos de momentos caídos a instantes elevados. Ese es nuestro destino.