Ni perdones ni amnistías
El proceso de paz iniciado coge a Colombia dentro de un clima global que, mucho me temo, está siendo ignorado o soslayado en forma grave. Un miembro del Congreso, Jorge Rozo, sirve de ejemplo con su propuesta de que sea el Presidente de la República quien asuma la responsabilidad de perdonar a insurgentes de delitos cometidos. Más allá de la imposibilidad constitucional que esto entrañe es urgente que los actores del proceso se empapen de la realidad internacional circundante.
El talante de la opinión global es inequívoco: no rotundo a la concesión de amnistías o perdones a violaciones repugnantes del derecho internacional humanitario. Lo dijo hace 12 años el secretario-general de la ONU en su reporte con ocasión del establecimiento de la Corte Especial para Sierra Leona (UN Doc S/2000/915, October 4, 2000, p/ 22):
“Si bien puede reconocerse que la amnistía es un concepto legal aceptado y también gesto de paz y reconciliación al final de guerra civil o conflicto armado interno, esta figura no puede otorgarse en relación con crímenes internacionales tales como el genocidio, crímenes de lesa humanidad y otras serias violaciones al derecho internacional humanitario”.
Sobre todos los países gravita la obligación de procesar crímenes cuya prohibición ha obtenido estatus de derecho imperativo (jus cogens). Es decir, que sujeta sin excepción a todos. Si un país decide en su derecho interno conceder amnistías o perdones que contravengan este mandato, automáticamente se convierte en violador de principios de derecho internacional consuetudinario y de un literal universo de tratados internacionales públicos.
Si Colombia hipotéticamente incluyera en acuerdos de paz amnistías o perdones sobre crímenes de la mayor gravedad, así fuesen aprobados en las urnas, se entraría a renegar de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados (ley en Colombia) cuyo artículo 26º prohíbe a un Estado parte invocar provisiones de derecho interno como justificación para incumplir obligaciones convencionales.
Y entre la plétora extensa de tratados públicos de los cuales se renegaría se encuentran las convenciones de La Haya (1899, 1907), cuatro convenciones de Ginebra (1949), protocolos (1977), Convención contra la Tortura (1984), Convención sobre Derechos del Niño (1989). Y se marcharía en contravía de decisiones tajantes del Comité de DD.HH. de la ONU, Corte y Comisión Interamericana de DD.HH. También de jurisprudencia de todos los tribunales criminales internacionales existentes a la fecha.
La justicia transicional no es la fórmula mágica que habilite a un Estado a saltarse el derecho internacional. K. Sikkink y C.B.Walling en estudio publicado en Transitional Justice in the Twenty-First Century (Cambridge University Press, 2006) analizan la evolución reciente de mecanismos de justicia transicional tales como comisiones de verdad y justicia y procesos propiamente dichos. ¿Conclusión? La judicialización de la política global: entre 1979 y 2005, de 192 casos analizados, 34 utilizaron comisiones de verdad y justicia -que no excluyeron el componente judicial- y 50 tomaron la vía estrictamente judicial.
Lo dice el profesor Lyal Sunga: a menos que la justicia transicional se adapte hoy a los mandatos del derecho internacional criminal, quedará en vilo la paz prospectada. La cultura de la impunidad -tan íntima a los colombianos- es letanía pretérita en número mayoritario de países. Hoy flota en el aire el fenómeno opuesto: la obligación global de la responsabilidad penal. Las cifras lo evidencian así con elocuencia absoluta.
La reconstrucción de la fibra social y política pasa por el cedazo de la justicia. Que no nos engañemos. Tal es el talante de la opinión global. Ignorarlo es echar a perder lo que se inaugura en Oslo.