Si algo es inherente al Estado de Derecho es la independencia de jueces y tribunales para adoptar sus decisiones. No deben ser susceptibles de influencia mediante halagos, críticas, premios o estímulos económicos, burocráticos o de otra índole; ni pueden ser sometidos a presión, y menos aún amenazados, intimidados o amedrentados. Ninguno de esos elementos externos, así sea muy fuerte, debe ser suficiente para romper la imparcialidad o la incorruptible fortaleza del togado. Si éste cede a semejantes tentativas de influjo, es indigno y no merece la confianza en él depositada.
El buen juez está por encima de los intereses en juego en el asunto sobre el cual conoce, pues no puede inclinarse ante ellos -ni en favor ni en contra-. Su compromiso es uno y exclusivo: la aplicación recta e imparcial de la justicia, siempre con estricta y clara sujeción a la ley, con miras a la realización de la justicia. Su función consiste en traer la norma abstracta al caso específico, de modo que concrete y haga valer en el proceso el concepto de lo justo. Nada más, ni nada menos. Lo justo.”Juris dictio”. Decir el Derecho.
Del “ojo de la justicia” (dikes ophtalmós) hablaban los griegos en la antigüedad. Interpretada esa referencia a la luz de los criterios del Derecho moderno acerca de la función judicial, hoy entendemos que el juez, en cuanto depositario de una atribución estatal que imprime carácter -la de administrar justicia-, es el garante principal de la vigencia de la democracia, de las leyes y de los derechos. Como decía Simón Bolívar, “la Justicia es la reina de las virtudes republicanas y solamente con ella se sostienen la igualdad y la libertad”.
A propósito de decisiones recientes o por adoptar en estrados, cabe recordar: en el Estado de Derecho es imperativo que se respeten las competencias de cada órgano. No es de recibo la práctica de moda, que pretende someter decisiones judiciales a consulta con el público. Providencias filtradas o imaginadas se llevan al supuesto dictamen de la opinión, que es mayoritaria solo en apariencia porque lo expresado en redes carece del rigor propio de las consultas electorales. Y, en materia de justicia es grave, porque se presiona a los jueces.
Los asuntos puestos al conocimiento de la administración de justicia no corresponden a la opinión, ni ella puede pronunciarse ignorando los hechos y el Derecho aplicable.
Preguntar a la opinión pública, que no tiene los elementos de juicio -fácticos ni jurídicos-, si alguien es o no penalmente responsable; si es culpable o inocente; detenido o libre; si debe ser condenado o absuelto; no contribuye a la justicia, sino que la obstaculiza y la desfigura. Esas conclusiones las deben adoptar los jueces, que para eso están. Allí no caben los plebiscitos. Lo que se falle o resuelva no depende de la opinión, sino de lo encontrado en el proceso y según la ley por los jueces competentes, con plena observancia de las garantías constitucionales.
Someter eso a consulta en redes sociales no solo implica sustituir los trámites procesales mediante inapropiadas figuras mediáticas, sino que implica irrespeto y presión indebida sobre los jueces y tribunales.