Los editores de Foreign Policy, una de las publicaciones más prestigiosas en su campo, han preguntado a 13 destacados economistas, historiadores, internacionalistas, y analistas de muy diversas trayectorias y tendencias, qué nombre darían a la era pospandémica, y cuál o cuáles serán sus rasgos más característicos.
Las respuestas de personalidades como Mohamed El-Erian, Mariana Mazzucato, Kevin Rudd, Niall Ferguson, o la lúcida y provocadora Deirdre McCloskey, entre otros, constituyen el plato fuerte del número más reciente de la revista, y merecerían, cada una, su propio comentario. Hay mucho que decir sobre lo que puede esperarse y temerse de una era de “gobiernos desatados” (en el gasto público y en el control así como la disciplina social, cuyas delicias han redescubierto con ocasión de la pandemia); sobre el contenido del “nuevo contrato social” que invocan por igual ciudadanos y políticos de todos los pelambres en todo el mundo; sobre las implicaciones de una “competencia estratégica administrada” para la paz y la seguridad internacionales; sobre cuán “aburridos” serán realmente estos años 20; o sobre las consecuencias políticas, económicas y morales del “liberalismo infantilizado” que algunos promueven en nombre de las más nobles causas.
Pero mientras tanto, podría uno sumarse -sin pretensión alguna- a este ejercicio, y adicionar su propia propuesta para definir, o por lo menos describir, los tiempos que corren y los que están a la vuelta de la esquina, y decir, por ejemplo, que esta será, al lado de todo lo demás, una era de crecientes descontentos.
De descontento geopolítico, en primer lugar, que alimenta las más diversas reivindicaciones de algunos Estados, frustrados o desencantados ante un orden internacional, a su juicio obsoleto, que desconoce no sólo sus intereses, sino incluso, sus derechos. Un descontento que se expresa como nacionalismo, aventurerismo, y revisionismo, y, en algunos casos, como antiglobalismo.
De descontento económico, impulsado quizá no tanto por la desigualdad (de la que tanto se abusa para explicar cualquier cosa), como por la sensación de estancamiento, por los cambios que el desarrollo tecnológico inducirá -y ya está induciendo- en la relación entre capital y trabajo, y por la propia capacidad de insatisfacción de los seres humanos, que crece en proporción directa a los avances del bienestar -tan asimétricos como innegables, y cada vez más extendidos- alcanzados durante el último siglo (eso que Odo Marquard llamó “ley de importancia creciente de las sobras”).
De descontento político, ya sea por el deficiente desempeño de los gobiernos, por la erosión de la calidad del liderazgo público o por la brecha abismal que se ha venido abriendo entre los ciudadanos y las instituciones, a la que difícilmente escapa actualmente ningún país del mundo.
De descontento social y cultural, que surge de la demolición de antiguos mitos fundacionales y del relajamiento de los lazos de cohesión, sin que otros nuevos parezcan realmente capaces de sustituir a los primeros ni de reforzar los segundos.
Y de muchos otros descontentos, incluso existenciales, en los que está el germen de quién sabe qué nuevas -y muy graves- turbulencias.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales