En cada amanecer entramos a la vida, tras reponernos del cansancio y de los tormentos diarios. Lo cruel es dejarse envolver por el aislamiento y la búsqueda enfermiza de los placeres mundanos. Hoy más que nunca, necesitamos despertar, salir de nuestro territorio cómodo, activar la conciencia del acompañamiento y sonreír a corazón abierto, por una tierra de todos y de nadie en particular.
Realmente, el entusiasmo de la entrega por hacer el bien es lo que nos injerta la alegría en el cuerpo. De ahí, la enternecedora y eterna idea del combate, que no es otra que el gozo por vivir, sobre todo si nos desvivimos por los demás. En consecuencia, lo prioritario del momento es concienciarse en ser uno mismo, con su espíritu creativo, para aminorar las brechas entre análogos, las manifiestas inseguridades y el aluvión de violencias. Tampoco se hace futuro sin familia unida. La unión de hogares es lo que nos humaniza y nos incrusta felicidad.
Nuestra existencia es estar en movimiento, romper moldes para batallar por un planeta más habitable, con una economía que beneficie en conjunto y sea menos dañina con el medio ambiente, además de que proporcione oportunidades de empleo decente para todos. Docencia y decencia son palabras clave para llevarlas a buen término y fusionarlas en la casa común. Porque, en efecto, sin vida nueva y sin espíritu cooperante, cualquier estructura se corrompe en poco tiempo. Por consiguiente, cada cual y desde su propio andar, debe fomentar tanto la comunión como la unión fraterna. Únicamente de este modo podremos madurar el reencuentro, como gentes de mundo y relación.
Indudablemente, la novedad suele atraer la atención y el respeto, máxime cuando la acción debe empezar por uno mismo, pero también muchas veces el miedo y la desesperación nos sorprenden. El regocijo de coexistir frecuentemente se apaga. Sólo hay que ver que el suicidio se halla entre las tres primeras causas mundiales de muerte. Por otra parte, la falta de consideración hacia toda vida y la violencia crecen, mientras las desigualdades son cada vez más palpables. Desde luego, la intimidación brutal, el empeoramiento de la pobreza y la represión sistemática están aplastando las esperanzas de cualquier quehacer democrático. El mundo requiere descubrirse y no encubrirse, donarse y no reprimirse, para crear un futuro mejor para todos.
Al fin y al cabo, lo importante está en no desfallecer y en ser combativos para vencerse a sí mismo, convencidos de que la victoria más bella radica en aprender a reprenderse, en volver a la mesa de negociación. La ley y el orden no se pueden resquebrajar, bajo ningún concepto. Lo sustancial pasa por rehacerse transformado, huyendo del dominio del maligno que todo lo repele, permaneciendo en la cultura del abrazo con júbilo y en la novedad del néctar viviente, siempre sorpresivo. Realmente es cansado enfrentarse al mal, irse por pies de sus emboscadas, retomar energía después de una lucha destructora, pero debemos saber que todo el itinerario es una contienda. Está visto que todas estas calamidades, tan solo pueden resolverse mediante la adhesión a los compromisos globales, con el aire conciliador reconciliado, intentando ser autores de nuestro porvenir más que lectores de nuestro pasado.
No se trata de añorar lo vivido, sino de hallarse. Quizás precisemos sanación para continuar el camino, alimentarnos y alentarnos de latidos conjuntos, para esclarecer momentos, con una palabra de sabiduría o una sugerencia de acompañamiento sin más. En cualquier caso, por muy oscuro que se nos muestre la realidad, compartir experiencias nos hará ver la importancia de resistir y de perseverar, tratando de hacer lo adecuado hasta cuando se vuelva complicado el cometido. Tenemos que ser ciudadanos de paz, mujeres y hombres de certera palabra. Sembremos historias humanas de horizonte ecuménico, haciéndolo como una familia, que es como se construye y no se destruye.