Es malo, muy malo para la democracia colombiana el embrollo en que ha caído el senador Petro al tratar de explicar las razones por las cuales aparece recibiendo con satisfacción, en la penumbra de una sala, gruesos fajos de billetes. En política cuando se tiene que dar explicaciones, se está “envainao”. Es de lamentar el “tenebroso” episodio porque nuestro sistema de gobierno se nutre de las alternativas que con legitimidad política y moral compiten por la jefatura del Estado.
En el avatar político latinoamericano, la democracia, como forma de dirigir los pueblos, tiene cada día menos respaldo de la ciudadanía debido al grotesco espectáculo de expresidentes y dirigentes huyendo, o pidiendo asilo o purgando penas en las cárceles. O al de gobernantes que encarcelan o matan a sus opositores para mantenerse en el poder y que obligan a sus compatriotas a una menesterosa y heroica emigración. O al de empresas, otrora prestigiosas, ahora especializadas en corrupción. Es un cuadro decepcionante más propio de mafias que de gobernantes.
En su defensa el senador Petro y sus afines acuden a la desvergüenza de afirmar que “peores cosas han hecho sus contrincantes”. Ese recurso argumental demuestra la liviandad moral de los dirigentes de Colombia Humana y de otros voceros de los coaligados en la oposición. El escándalo Odebrecht, que tiene que ser aclarado en su totalidad y penalizados sus autores y cómplices, no pude ser el ejemplo-pretexto para que conductores políticos se sientan libres de lucrase con dineros mal habidos. No pueden pretender esos conductores que el respaldo popular se convierta en coraza que cohoneste fechorías y amoralidades. La plaza pública no es tribunal de absoluciones. Ni lo son los medios que tratan a Petro con la condescendencia de los idiotas útiles. La ética, como mandato del comportamiento político, no es un traje de quitar y poner.
Escritas las anteriores líneas llega una noticia desde el Congreso: se cayó la reforma a la justicia. ¿Cuántas veces ha sucedido? En el contubernio del legislativo con el poder judicial toda reforma se caerá. Y, si pasa, será tumbada por las Cortes. Los congresistas prefieren ser amigos de los jueces que de los ministros. Se atiza así el fuego que puede incinerar nuestra libertad.
En apostar a la confianza ciudadana está el juego de poder democrático que, al fin y al cabo, es novedoso en el contrapunteo dictadura-democracia; oligarquía-burguesía-clases emergentes; riqueza-pobreza, en que ha vivido nuestro continente. Después de la primavera democrática que sucedió a las dictaduras militares, se siente hoy una oleada de decepción con el sistema, causada por la ineficacia de los gobiernos en derrotar los males ancestrales de la desigualdad y la inequidad, y, en la corrupción que penetrado en todos los estamentos, sin excepción conocida.
En Colombia, el gobierno Duque intenta resolver esos conflictos con solidaridad y fraternidad para remplazar el asistencialismo a corto plazo que en lugar de combatir la pobreza, la perpetúa. Pero, en ese camino lo primero es parar la corrupción, castigarla, ¡y que se sepa! También es necesario que los propósitos y el lenguaje de los gobernantes los entienda el pueblo, de que cuya confianza depende el futuro de la nacionalidad.