Uno de los efectos colaterales de la pandemia, y de las medidas restrictivas que han adoptado los gobiernos alrededor del mundo para gestionarla -unas más razonadas y razonables que otras- ha sido la virtualización, o, mejor, la “remotización” (el neologismo está justificado) de muchas de las actividades que, hasta ahora, han supuesto la presencia física de quienes las ejecutan o participan en ellas: los negocios; la educación; los espectáculos artísticos, culturales, y deportivos; las consultas médicas; las prácticas religiosas; entre muchas otras.
Algunos advierten que la “experiencia remota” ha llegado para quedarse. Muchas empresas y organizaciones de distintos sectores planean mantener el modelo, al menos parcialmente, en el futuro. El “descubrimiento” de la operación remota abre un nuevo horizonte educativo que habría que ser tremendamente miope para no incorporar al funcionamiento habitual de las universidades. La cultura y el entretenimiento de masas podría alcanzar dimensiones de las cuales la transmisión en vivo de los eventos por radio y televisión podrá parecer, al cabo de los años, apenas un tímido preludio. Y así, en tantos otros ámbitos de la vida cotidiana. Todo ello en coexistencia con la presencialidad, naturalmente: lo uno no excluye lo otro. Y, por supuesto, también con sus propios costos y limitaciones.
Hace años que algunos proponen “remotizar” también la diplomacia. ¿Para qué cumbres o visitas presidenciales si hay videoconferencias? Ahí está, por ejemplo, el primer “encuentro” entre el presidente Biden y el primer ministro Trudeau, pantalla a pantalla -sucedáneo cara a cara- para probarlo. ¿Para qué las grandes conferencias internacionales -engorrosas en su logística, gravosas en su realización, y, además, contaminantes- si los salones de convenciones pueden sustituirse por una sala de Zoom? Ahí están, por ejemplo, la más reciente reunión anual del Foro Económico Mundial, o la cumbre del G7 de hace apenas una semana, para probarlo.
Los diplomáticos, los que conocen el oficio, y los que sin serlo han tenido que aprenderlo, saben, sin embargo, que una “diplomacia virtual” -o mejor dicho, “remota”- no es más que una ilusión. Nada reemplaza el trato directo entre los líderes para generar entre ellos simpatías, para alimentar afinidades electivas, para suavizar desencuentros, para corregir prejuicios. O para todo lo contrario, pero ese no es el punto ahora. Y saben, también, que aun con correos electrónicos y grupos de WhatsApp, las cláusulas más complejas, los cuellos de botella, se negocian y resuelven mejor persona a persona, en los pasillos, en las mesas y en los reservados, que en cualquiera de las plataformas tecnológicas disponibles actualmente.
Acaso llegará el tiempo en que los progresos de esas mismas tecnologías permitirán una suerte de “presencialidad remota”, a punta de hologramas, o lo que sea que ellas deparen. Pero, incluso entonces, seguirá siendo cierto que el ojo del amo engorda el caballo; y que, a la hora de apersonarse, nada sustituye la propia presencia. Sobre todo, en cuestiones diplomáticas, que serán siempre un asunto demasiado serio para tramitarlo sólo a larga distancia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales