El 20 de julio -Día de la Independencia- debería ser celebrado por los colombianos con toda solemnidad y entusiasmo, exaltando y haciendo valer la soberanía popular, el imperio del Derecho, la libertad, la igualdad, la justicia, los derechos y los valores que fueron reivindicados hace doscientos diez años por el pueblo.
No es así, sin embargo, porque -en su gran mayoría- las familias, los establecimientos educativos, el Estado y los medios de comunicación han venido incumpliendo un deber cívico primordial: la divulgación y pedagogía -con miras a la formación de las nuevas generaciones- sobre los acontecimientos históricos que incidieron en la formación y desarrollo de nuestras instituciones democráticas. Para corroborarlo es suficiente recordar la pálida celebración -el año pasado, cuando no había coronavirus- de los doscientos años de las batallas del Pantano de Vargas y Boyacá.
Pensando en eso, a propósito de la proclamación de nuestra Independencia, vale la pena dedicar unos renglones a rememorar el sentido de la declaración consignada en Acta del Cabildo Extraordinario de Santa Fe del 20 de julio de 1810:
Ciertamente, la ruptura con la metrópoli no fue inmediata, ni contundente. Se reclamaba la libertad y la ruptura de las cadenas y los grillos a que se refirió ese mismo día el Tribuno José Acevedo y Gómez, y se declaraba la soberanía, aunque se seguía hablando del Reino y se protestaba “no abdicar los derechos imprescindibles de la soberanía del pueblo a otra persona que a la de su augusto y desgraciado Monarca don Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros”. Y se depositaba el poder interinamente en una Junta de Regencia, “mientras la misma Junta forma la Constitución que afiance la felicidad pública”. Fernando estaba en poder de Napoleón, preso, y las tropas francesas habían invadido a España desde 1808, de modo que de ninguna manera querría ni podría haber venido a gobernar. Tanto es así que más tarde, cuando Bonaparte le devolvió el poder (Tratado de Valençay), se ocupó en la reconquista de las antiguas colonias y tuvo la amabilidad de enviarnos a Pablo Morillo, para “pacificar” estas tierras, cuando en realidad lo que se emprendió no fue otra cosa que una reconquista violenta y asesina a la que solamente pusimos fin con la campaña libertadora liderada por Bolívar y Santander.
La Constitución de Cundinamarca de 1811 seguía refiriéndose a Fernando VII como “Rey legítimo de España y de las Indias, llamado al trono por los votos de la nación”, y en su artículo segundo ratificaba “su reconocimiento a Fernando VII en la forma y bajo los principios hasta ahora recibidos y los que resultarán de esta Constitución”. En 1812, bajo el liderazgo de Antonio Nariño, el Serenísimo Colegio Revisor y Electoral, modificando ese texto, proclamó al Estado de Cundinamarca como “República cuyo Gobierno es popular representativo”. Más que una reforma, como se la llamó, la de 1812 fue una nueva Constitución, porque, desde el punto de vista material, no era lo mismo proclamar una independencia con reconocimiento del monarca extranjero y dentro de la concepción de pertenecer a un reino, que declararse de una vez por todas como República independiente, soberana y libre.