Como podemos ver, el panorama es casi desolador. El problema gravita igualmente sobre los humildes y sobre los poderosos. Afrontar la situación es tarea que obliga indiscriminadamente a los civiles y a los religiosos, a los dirigentes y a los dirigidos.
Sería importante una modernización de los sistemas que actualmente sirven a la Iglesia para llegar a sus feligreses. Frecuentemente una barrera infranqueable separa al pastor de su rebaño. El único contacto del pueblo campesino con los sacerdotes lo constituye la misa de los domingos y días de fiesta. Falta una participación más activa y social del clero en la vida familiar de la feligresía. Sería muy eficaz el contacto amistoso con el pueblo, despojando el acto de toda ceremonia, para facilitar así la confidencia sobre ciertas costumbres y hábitos de veredas contagiadas de violencia.
La presencia del sacerdote en las regiones que habitan o frecuentan los violentos, con un sentido informal y deportivo, daría extraordinaria eficacia moralizadora al diálogo. La comunicación personal incita a exteriorizar cosas ocultas, no solo del visitado, sino también del vecindario. Esto serviría de base para una trascendental tarea restauradora. Jamás podrá ser igual oír el sermón al sacerdote el domingo en la misa, que oírle las mismas ideas de la plática en la casa, en ambiente de amistad y confianza. En este último caso la atención de la familia se concentrará totalmente en el sacerdote y la impresión producida será perdurable.
Es tan decisivo el factor de la educación en el fenómeno que analizamos, que hay quienes sostienen cómo la misma política no es causa de la violencia sino “estímulo que opera en un terreno de incultura y de degeneración sociológica”. Realmente el problema de la violencia en nuestro medio es un problema educativo. La educación da una información indispensable al educando y lo que es más importante, le forma hábitos y actitudes fundamentales para la vida en comunidad.
La educación es base insustituible para vivir en sociedad. Por eso la escuela tiene una misión social tan decisiva. A ella asisten los hijos de la clase campesina y de los menos favorecidos por la fortuna. La escuela ejerce una enorme influencia, no solo por sus encumbrados objetivos, sino también por la magnitud de los sectores sociales que acuden a ella.
La educación puede orientar el racional desenvolvimiento del individuo, infundiéndole personalidad al niño y haciéndole adquirir hábitos, principios, actitudes y conocimientos útiles al núcleo social en que vive. La educación, al propender por la conciliación de los impulsos opuestos, obtiene en gran parte el perfeccionamiento del individuo, para que así sirva mejor a los altos fines de toda sociedad organizada.
Siempre nos ha parecido acertadísimo lo que dice un importante hombre de estudios: “No educar, es educar para el mal, es auspiciarlo y protegerlo. Educar es cultivar los buenos factores heredados y corregir en gran parte los malos. Educar es dar al educando e integrar en su ser los elementos biológicos, afectivos, intelectuales y sociales que le faltan”.