La JEP es un ministerio de las Farc, dijo en la W una de las víctimas y miembro de la Corporación Rosa Blanca. Esa es, en síntesis, la apreciación general desde el momento en el cual se anunció el acuerdo sobre Justicia Transicional. Tres declaraciones aumentaron la preocupación de la ciudadanía. Henao: “la J.E.P no tiene límites ni el en fuero ni en el tiempo”. El fiscal Montealegre: “Se puede abrir investigación sobre Álvaro Uribe, como gobernador de Antioquia”. Leyva: “Por aquí, golpeando la mesa con el dedo índice, tienen que pasar todos”. En esos instantes de su falsa gloria se creyeron los Robespierre de nuestro tiempo.
Ciertamente la JEP no ha logrado superar las dudas que la acompañan desde sus orígenes. El silencio ante los escándalos en su organización indica que se contagió muy pronto del virus de la corrupción incrustado en la Rama Judicial. Las dilaciones descomedidas frente a los casos de Santrich, Márquez y “El Paisa” corroboran su parcialización.
Ahora bien, la paz del país, su tranquilidad, requieren que la implementación del Acuerdo Final se acelere para cumplirles a los reinsertados y a las víctimas. Colombia sigue dividida porque “los dueños de la paz” no aceptan los necesarios ajustes. Se tapan los oídos para no percibir el clamor de las mayorías nacionales expresadas en el plebiscito y en las elecciones presidenciales. No quieren entender que en las democracias la legitimidad la conceden las urnas no la calle, las elecciones no las movilizaciones.
Humberto De la Calle, en sus Revelaciones al Final de una Guerra, sostiene que los hombres-erizos tienen una visión totalizante, centralizada, que todo lo explica, como las Farc. En cambio, los hombres-zorros husmean, verifican, están dispuesto a cambiar, como los negociadores gubernamentales. Es una cita bien traída de un ensayo de Isaiah Berlin de 1953. Pero, sorpresa, por el síndrome de La Habana los zorros mutaron en erizos, que con espíritu de secta, han hecho del A.F una Suma Teológica de la más extrema ortodoxia, que solo ellos interpretan. Ni siquiera al Presidente de la República le es permitido hacerlo, según lo afirman. La JEP, es su obra cumbre, su catedral, intocada e intocable, en la cual apenas pueden oficiar los sacerdotes consagrados al culto de “los dueños de la paz”. Es más, el error confesado de H. De la Calle de negarse a hablar con Uribe cuando se lo pidió el mismo presidente Santos, enterró sus posibilidades electorales y le ha creado al proceso de paz demasiados escollos.
Afortunadamente, la Corte Constitucional aplacó el alboroto de los poseídos. Ahora, como toca, las objeciones por inconveniencia, que el señor Presidente de la República envió al Congreso, en uso de sus facultades constitucionales, deberán discutirse para luego decidir si se acogen o no. Es el funcionamiento normal de las instituciones. Ese escenario debería aprovecharse para encontrar las convergencias que calmen la polarización endemoniada de las relaciones políticas actuales.
Un perpicaz periodista europeo me anotaba: Colombia está en el mundo de lo absurdo, las Farc le declararon la guerra por 50 años al pueblo colombiano. El Estado, su gobierno de turno, respondió legítimamente con sus Fuerzas Armadas. Los voceros de esos contendientes, ya en paz, tildan de guerreristas a los que nunca han practicado la guerra.