Es cuestión de hecho, y no de opinión, que el mundo está entrando de lleno en un periodo de rivalidad entre grandes potencias, protagonizado principal (pero no exclusivamente) por Estados Unidos y China. Esa rivalidad podrá desarrollarse en diversos terrenos; y podrá manifestarse de muchas maneras: como rivalidad competitiva, como rivalidad cooperativa, o como rivalidad conflictiva -incluso simultáneamente-.
Con alguna frecuencia algunos señalan que, en ese escenario, podría llegar a producirse una especie de “nueva guerra fría”. El propio líder chino, Xi Jinping, advirtió sobre ello en su intervención ante el Foro Económico Mundial el pasado mes de enero, en su primer mensaje a la todavía recién inaugurada administración Biden.
Acaso uno de los factores que podría condicionar el desarrollo de esa “nueva guerra fría”, si en esa dirección evolucionan las relaciones entre Washington y Pekín, sea el de la interdependencia económica sin precedentes que existe entre Estados Unidos y China y que alimenta en algunos el deseo (y en otros el temor) de una eventual (y seguramente difícil y traumática) desconexión. Una diferencia específica, y por lo tanto determinante, entre la “vieja” y la “nueva guerra fría”.
Lo anterior, unido al creciente peso y presencia económica global de China, ha llevado a muchos a centrar su atención en esa dimensión, la económica, de la relación entre las dos grandes potencias. Y, sin duda alguna, ésta variable figura en los cálculos que hacen los tomadores de decisión a uno y otro lado del Pacífico -y, obviamente, en el resto del mundo-, que tendrá que definir su estrategia para navegar, sin naufragar, en las nuevas corrientes geopolíticas.
Pero China tiene mucho más que ofrecer que el sólo atractivo de su poderío económico, con variadas expresiones, como su participación en importantes instrumentos de comercio o la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (One Belt, One Road). Y, aunque a diferencia de los soviéticos, no encarne ni esté existencialmente comprometida con la promoción de un proyecto ideológico mundial, sí tiene una cierta idea del orden internacional, una cierta interpretación de principios como la soberanía o el multilateralismo, muy distintas de las que han promovido Estados Unidos y sus aliados atlánticos, para quienes el orden internacional debe ser, además de orden e internacional, liberal. (Algo que, por otra parte, sólo ha sido así para ellos, y no sin flagrantes contradicciones).
Y esa oferta, que bien podría calificar de ideacional -ya que no ideológica-, combinada con todo lo demás, puede resultar sumamente atractiva, y definir, tanto o más que lo puramente material, el devenir de la política internacional en las próximas décadas.
A fin de cuentas, muchos Estados podrían preferir -y no sin alguna razón- la reivindicación absoluta de la no interferencia en los asuntos internos y la afirmación de que los pueblos tienen “la capacidad y sabiduría” para manejarlos adecuadamente, con la que se manifestó Pekín ante los recientes acontecimientos políticos en El Salvador… en claro contraste con el admonitorio reclamo de otros.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales