Una razón de esta pena es que es justo equiparar la pena y la gravedad del delito. Si el asesinato es el mayor de los crímenes, debe ser castigado con la mayor de las penas. Aún los Estados que niegan la pena de muerte en sus leyes, la aplican en los casos de guerra y revoluciones.
La conciencia pública reclama la pena de muerte en interés de la justicia, cuyo sentimiento es innato en el hombre. El indulto otorgado a un gran criminal desagrada al pueblo, y la experiencia lo muestra irritado por un sentimiento de justicia mal satisfecho, aplicando por sí mismo al culpable una expiación sangrienta y completando la obra de la justicia.
Resulta ilógico pensar que la pena de muerte, que tanto impresiona a la inmensa mayoría de los ciudadanos, intimidará eficazmente a los criminales más feroces e insensibles. No negamos el poder de intimidación que la pena capital ejerce sobre ciertos hombres, pero estos son las excepciones, y la experiencia en Colombia demuestra que todos los días los bandoleros exponen inminentemente sus vidas para cometer sus crímenes. Tan terrible castigo no hace retroceder a los delincuentes atroces en sus depredaciones. Los malhechores siempre están absortos en otros sentimientos e imaginan ser lo suficientemente hábiles para escapar a las penas.
En ninguna parte, según estadísticas que hemos confrontado en embajadas de varios países americanos y europeos en Bogotá, la pena de muerte ha disminuido el número de los grandes crímenes. La temida delincuencia de la mafia italiana y la de los cangaceiros en el Brasil no requirió de la pena capital para su extirpación.
De otro lado, la pena de muerte como es irreparable, exige para su aplicación una prueba robusta y vigorosa. ¿Pero qué ocurre? Que los crímenes más atroces son cometidos por delincuentes pavorosamente insensibles, fríos, imaginativos e inteligentes. Los genocidios los cometen en despoblados, en días de fiesta y en horas nocturnas. Es decir, cuando las victimas están solas o quienes las acompañan están en imposibilidad de identificar a los agresores. Tales circunstancias colaterales a los crímenes atroces impiden al juez recaudar buena prueba para condenar. ¿Y qué pasaría? Que la pena de muerte no operaría en la práctica. Y ya vimos cómo los mismos amigos de la pena capital afirman que si esta se instaura pero no se aplica es como si no “existiera”.
En síntesis, las razones que militan contra la pena de muerte en nuestro concepto se pueden resumir así:
Quienes hemos trajinado durante largos años con la justicia destacamos un hecho: la insensibilidad moral de los grandes delincuentes. Precisamente a causa de esto no se conmueven ante el dolor ajeno y ejecutan los delitos con refinamientos de maldad y sevicia, infligiendo a sus víctimas inútiles torturas. Una vez ejecutado el delito, su insensibilidad es todavía más absoluta. Los grandes criminales son de tal indiferencia que ante el propio sufrimiento físico o moral muestran una apatía desconcertante.