Hay mucho miedo en el ambiente. Los que tienen algo y los que mandan la parada están suplicando de rodillas que nadie les quite nada a las malas, aunque a las buenas tampoco van a dar mucho. Hay temor a que las cosas, incluso por razones buenas y serias, lleguen a ser de otra manera, sobre todo para los que viven más estrechamente. Ni siquiera se hace el ejercicio mental de pensar por qué existe en algunos la idea de quitarle bienes, capitales, propiedades a los que las poseen. ¿No habrá alguna razón poderosa de fondo y que además se alimenta de cierta paranoia?
Hay varias formas de que las sociedades progresen sin necesidad de pasar por la revolución de sangre y fuego. Una de esas revoluciones tiene que ver con los salarios que ganan los trabajadores. El principio, que a unos les parece subversivo, es que toda persona debe poder vivir tranquilamente con lo que gana, pues a eso dedica al menos la tercera parte de su día, si no es que más, por ejemplo, en ciudades caóticas y sin gobierno como Bogotá. No es justo que una persona que trabaja lealmente todo el día y todo el mes, al final del mismo esté angustiada porque si alcanza para el arriendo no alcanza para el mercado o para los servicios o para comprar ropa nueva. Si no se desata este nudo, puede llegar la revolución no deseada animada por el desquite y la rabia.
En muchos campos de la vida colombiana ya se puede hacer la revolución de los salarios justos para llevar una vida honorable. Hay sectores productivos muy ricos que tienen cómo hacerla. Muchísimos empleadores naturales tienen cómo retribuir a sus empleados suficientemente para que vivan bien y tranquilos, al menos en lo económico. Es una actitud irresponsable seguir pidiendo al Estado que cargue con la mezquindad de los que tienen medios y además el Estado tiene suficientes empleados como para que también haga su tarea en este campo.
Está claro que el buen pasar de muchísima gente está apoyado en la mala paga que hace a sus empleados. Está claro que la predicación incesante de nuestros “grandes economistas” en el sentido de no subir tanto los salarios tiene, al menos en parte, un toque de perversidad. Ojalá se dieran un paseo por los lugares donde viven los más pobres y conocieran cómo se sobrevive debajo de sus fantásticas teorías de gabinete. No tienen la menor idea.
¿Quién, entre los mismos adinerados y gentes prósperas, será capaz de invitarlas o forzarlas si fuere el caso a que hagan su propia revolución jugándosela por hacer verdadera justicia en lo que pagan, aunque sus ganancias disminuyan un poco? Así se pueden hacer otras revoluciones que, además de obedecer a una lógica elemental, podrían evitarnos un 1789, que parece querer actualizarse en esta patria por injusta e insensible.