“No se puede invocar la paz para justificar lo injustificable”
Todas las comparaciones son odiosas. Pero algunas pueden ser francamente engañosas. No se puede comparar lo incomparable, so pena de acabar cometiendo graves y peligrosos errores, no sólo de apreciación y valoración de la realidad, sino a la hora de tomar las decisiones políticas que esa realidad, con sus particularidades específicas, requiere y amerita.
No se puede, por ejemplo, comparar el proceso de terminación de la confrontación armada entre el Estado colombianos y la guerrilla de las Farc, con la experiencia histórica de regiones y países que como Irlanda del Norte, Suráfrica, Filipinas, o la República Democrática del Congo, han sufrido distintas formas de violencia y conflicto armado. Ni siquiera se puede comparar, así no más, con los casos de los conflictos armados centroamericanos.
Insistir en lo anterior no implica afirmar un “excepcionalismo colombiano”, ni suscribir la idea de que Colombia es un caso sui géneris, tan diferente de todos los demás que ninguna lección derivada de ellos resulta útil para analizar el pasado, ni comprender y orientar el presente o anticipar el porvenir de un proceso cuya piedra angular -el Acuerdo de La Habana, luego transformado en Acuerdo del Teatro Colón- está muy lejos de ser “uno de los mejor diseñados en todo el mundo”.
Ha vuelto a ponerse de moda hablar de la confrontación con las Farc como si se tratara de una guerra civil, cosa que contraría no sólo toda evidencia histórica sino que tiene el efecto de equiparar a las Farc con el Estado, y de presumir que el país estuvo fracturado durante cincuenta años en dos mitades: los partidarios del Estado y los partidarios de las Farc. Sin desconocer todo el daño causado durante y con ocasión de la confrontación -la mayor parte del cual es imputable directa y exclusivamente a las organizaciones armadas ilegales como las Farc-, y sin desconocer su contenido político, hay que llamar a las cosas por su nombre y no confundir un conflicto armado interno, catalizado por el narcotráfico (antes que por la represión política o la injusticia social), y en el que hubo un uso táctico del terror y el terrorismo, con una guerra civil. Llamar guerra civil a la problemática de seguridad, al conflicto armado interno protagonizado por las Farc, conduce inevitablemente a comparar lo incomparable.
Y cuando se compara lo incomparable se acaba siempre introduciendo confusión, no sólo en la opinión pública sino en la narrativa con la cual la sociedad se apropia de su historia. Por ese camino, las Farc podrían fácilmente “lavar” su imagen -ante el país y el mundo-, redimiendo su oscuro pasado, y justificando retroactivamente lo que siempre fue y se consideró -por el país y el mundo- como injustificable. Por ese camino se llegan a validar los privilegios y las concesiones desproporcionados e innecesariamente concedidos a las Farc, con el argumento de que la dejación de las armas por parte de una organización ilegal justifica el pago de cualquier precio, incluso, el resquebrajamiento del orden constitucional, cuya subversión, precisamente, fue siempre el objetivo que las Farc quisieron obtener por la vía de las armas. Por ese camino llega uno a concluir que el Acuerdo Final, primero de Cartagena y luego del Teatro Colón, es un acuerdo de derecho internacional que, por obra y gracia de sus autores, obliga al Gobierno Nacional a violar la Constitución y la ley, y al cual debe someterse el funcionamiento del Congreso y el ejercicio del poder jurisdiccional.
Como dicen por ahí: ¡también tampoco! Timochenko no es ningún Mandela, ni las Farc una fuerza democrática, protectora del medio ambiente, las mujeres y los niños, ni un guardián del Derecho Internacional Humanitario. ¡Ojalá en eso se conviertan, aunque hacerlo iría en contra de su naturaleza! Si el proceso de desarme, desmovilización y reintegración ha de tener éxito, no será cediendo ante la tentación del irenismo, que a fin de cuentas, en política como en religión, es una herejía.