El 30 de mayo pasado, cuando salió de la Picota, Jesùs Santrich lanzó un grito de guerra: “Viva Marquez”. Tanto la JEP como la Corte Suprema de Justicia habían hecho malabarismos jurídicos para facilitarle la fuga. El Consejo de Estado contribuyó a la mascarada con una extraña jurisprudencia, según la cual, para ser Congresista no se requiere posesión. ¡Se ha salvado la paz! , decían en concierto los defensores del acuerdo habanero. Ya Márquez, diez días antes, había declarado que “fue un error grave entregar las armas”.
Con ceguera histórica, los narcisistas de la paz, se negaban a ver las fallas del Acuerdo Final y a la realidad que nos estallaba en las manos: El jefe negociador de las Farc había huido meses atrás acompañado del Paisa y de Romaña. Tampoco se advirtió que Santrich viajó inmediatamente a la Guajira para preparar su fuga y para conquistar a Joaquín Gómez. (¿Gestión fracasada?). Como parte de la farsa el colectivo “Santrich Libre” afirmaba que el contumaz terrorista tenia “…voluntad total de permanecer en la actividad pública abierta y de comparecer ante las diversas instancias judiciales”. Así, pues, el regreso de Márquez a la subversión era noticia esperada y se comprobaba la utilidad de los ¿idiotas?
Hoy, ciertamente, resuena el silencio de tantos que se ufanaban de su amistad con Márquez y del compromiso de éste con la paz. No ha salido de sus labios condena alguna para esos traidores de la patria. Sí, porque además de la rebelión, el narcotráfico y la perfidia, el grupo de Márquez está incurso en traición tanto como el ELN. Han puesto sus fuerzas al servicio de un régimen dictatorial, declarado enemigo de la democracia colombiana. Los documentos oficiales de la inteligencia venezolana, publicados por Semana y las denuncias precisas del Canciller colombiano en la OEA, así lo confirman.
Maduro pretende intimidar con la militarización de la frontera y el anuncio de misiles. Tanta parafernalia puede ser distractora del anticlima generalizado de opinión, del vacío de respaldo popular. Sin embargo, hay el peligro de herir la sensibilidad patriótica propia de las zonas fronterizas. Y forma parte de los dispositivos del régimen venezolano para desestabilizar a Colombia, acordados con los apátridas. Tenían la necesidad de controlar la frontera para permitirle a los guerrilleros transportar toneladas acumuladas de coca y facilitarles el paso a las tropas farianas. El verdadero jefe de la nueva coordinadora narco-guerrillera es Nicolás Maduro.
La coca es esencialmente la causa de esta sinrazón que nos retrotrae a la hidra nunca extirpada de la violencia en nuestro país. Es un golpe duro a la paz, nunca suficientemente asentada en nuestro suelo, que ojala impulse a quienes se creyeron predestinados a lograrla y a quienes hoy tienen la obligación de buscarla y propiciarla, a abrir las puertas a un entendimiento para andar juntos en este áspero camino. Las naturales desavenencias en la democracia, el combate ideológico, el intento de cada fuerza política para obtener primacía en las elecciones, la lucha contra la corrupción, no pueden ni deben cancelarse. El combate dialéctico, el encarar programas planes y proyectos, la disputa por el modelo económico, periodismo responsable y libre, las diversas orientaciones religiosas contribuyen al fortalecimiento de los regímenes democráticos como el nuestro.
Una guerra entre Colombia y Venezuela debiera ser un imposible histórico. Y creemos y deseamos que así sea. Pero hay que estar alerta. El motor terrorista tiene mucho aceite y ninguna valla ética o patriótica para su funcionamiento. Cuando se trata de la integridad de la patria, del sosiego y la tranquilidad de la ciudadanía, se envainan los aceros y todos debemos concurrir a su defensa y salvaguardia. Como en el pasado exclamemos juntos: “Hay luz en la poterna y guardián en la heredad”.