Deseo hacer un homenaje a José Eustasio Rivera y su obra La Vorágine, gigante de la literatura, que nos deslumbra con el ritmo enloquecido de sus letras, el sabor a tragedia de cada frase, cada párrafo, cada página, que se pegan a la mente y nos desangran con su violencia, herencia colombiana inescapable.
Esta obra nos enfrenta a la más azarosa profundidad de las pasiones y los miedos que encalan en el corazón humano y nos dejan exhaustos. Un amor que más parece odio, un deseo de vida, que más parece descomposición y muerte, la inmensa y delirante belleza natural que nos pertenece convertida en pesadilla maldita.
Cuando se toma el libro por primera o quinta vez, es imposible detener su lectura. El sueño nos esquiva, sus personajes nos persiguen, nos ofuscan, nos enfurecen. Tratamos de tomar distancia de sus tintas para poder asimilar su contenido. Es como si la selva vivida por ellos se apoderara de nosotros. “El embrujamiento de la montaña”, como califican sus personajes a lo que les ocurre, embrutecidos por meses, años de vida en la manigua: “Es la muerte que pasa dando paso a la vida… esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo”.
Entonces el miedo nos cohíbe, nos sentimos rodeados de una invasión de hormigas asesinas, las tambochas, más mortales que los alacranes y, en las aguas oscuras de los ríos y de los pantanos babosos y malolientes, los caimanes, las rayas gelatinosas de arpón “venino” y los voraces caribes, con sus colmillos aserrados, nos esperan para limpiar en segundos nuestros huesos.
La humedad asfixia, el calor aturde, el hambre se nos pega a las tripas como la sanguijuela que habitan todas las aguas de estos lares y “sapos hidrópicos” nos espantan el esquivo sueño con su asqueroso croar.
“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y lo ganó la violencia”. Esta frase tan analizada y admirada, con la cual inicia su novela Rivera es la más perfecta y amarga alegoría del territorio hoy llamado Colombia, el cual desde la sangrienta conquista española, las guerras de independencia, los estertores de una adolescencia convulsa para crear la República y nuestra azarosa actualidad, poluta de fatídicas confrontaciones, nos han sumido en una constante violencia.
Esta perturbante obra, con sus cien años de existencia, es hoy tan vigente como lo fue en 1924. Colombia, dolorosamente, sigue en las mismas. La violencia, el miedo, el odio y el absurdo nos rodean.
Los indígenas hoy escapan de su selva inhóspita para caer en otra igual o peor, la selva de las ciudades llenas de trampas que los atrapan. Aquí los vemos en esquinas asquerosas, hambrientos y haraposos con sus hijos cubiertos de mugre, vendiendo algo, lo que sea, para poder sobrevivir sin que el gobierno o la ciudadanía tenga corazón o interés para solucionar su lamento.
La violencia aún carcome nuestra Patria como piraña amazónica. El gobierno ofrece “Paz Total” sin entender nuestra historia. Vivimos una vorágine tan cargada de odio e improvisación como la de la época de las plantaciones de caucho donde murieron tantos colombianos.
Leer y releer La Vorágine es mi homenaje a Rivera. Quizás su lectura nos impulse a derrotar el odio y la violencia.