Lo vimos todos. La semana pasada el meteorólogo John Morales, de la cadena NBC, rompió en llanto mientras anunciaba la magnitud que había alcanzado el huracán Milton. “Es un huracán increíble, increíble”, declaró. Luego se detuvo a la mitad de la frase, tomó aliento y la soltó entera, “ha disminuido 50 milibares en diez horas”, dijo, con la voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas. “Pido disculpas, esto es simplemente horrible” sentenció, completamente abatido.
Jhon Morales se refería a la disminución drástica en la presión que ejercía el huracán sobre la tierra, un indicador clave para medir su intensidad: cuanto más baja sea la presión, más violento será el huracán. Sus lágrimas fueron tan elocuentes como la medida del indicador, algo extremadamente grave iba a suceder.
Horas después, Milton atravesaba La Florida arrasando todo lo que encontraba a su paso. Y aunque disminuyó su intensidad y millones de personas alcanzaron a evacuar el área, las consecuencias fueron catastróficas; tal y como anticipó el meteorólogo. El daño en la infraestructura fue enorme, hubo edificios gravemente afectados, casas y carros destruidos, calles inundadas, árboles y postes caídos; simplemente horrible.
Las lágrimas de John Morales, quien lleva una vida entera comunicando los efectos meteorológicos del calentamiento global, eran de física impotencia. La relación entre la intensificación abrupta de los huracanes y el aumento de la temperatura oceánica es directa. Ellos toman la energía del calor del agua, a mayor calor, mayor intensidad. Que en unas pocas horas una inofensiva tormenta se convierta en un catastrófico huracán tiene que ver con la temperatura del océano. Los científicos vienen advirtiéndolo hace mucho tiempo; sin embargo sus palabras, lejos de causar algún efecto, se las ha llevado el viento.
Desde hace unos años, cada año, ocurre lo mismo, pero con mayor intensidad. Aunque la repentina fuerza que alcanzó Milton no tiene precedentes en la historia reciente, para los científicos no fue una sorpresa. John Morales no estaba abatido por la excepcionalidad del hecho, sino por confirmar algo que estaba previsto, como posibilidad. Su sensación tuvo que ser horrible. Saber que millones de personas estaban en peligro, que muchos iban a perderlo todo, que las ciudades iban a quedar destrozadas, que se interrumpiría la prestación de los servicios básicos y que se lesionarían ecosistemas enteros; y entender que saberlo no era suficiente para evitarlo, tuvo que ser frustrante.
¿De qué sirve la ciencia sino para actuar? Si la actividad humana está asociada al aumento de la temperatura, entonces también está implicada en la posibilidad de disminuirla y evitar estas catástrofes. Hay que escuchar a los científicos. La transición energética no será fácil; desde hace un siglo nos empeñamos en este estilo de vida y no es posible cambiarlo de la noche a la mañana, pero hacerlo es nuestra única opción. Se perdieron 16 vidas humanas. Parece poco dada la intensidad del huracán, pero cada una de ellas nos representa a todos, como humanidad, y da sentido a las lágrimas de John. Algo tendremos que cambiar. @tatianaduplat