Desde hace varios años, Venezuela se ha vuelto tema de conversación cotidiana en Colombia.
En los medios informativos, que recogen con profusión las noticias que se producen en ese país. Las que protagonizan los venezolanos a uno y otro lado de la frontera (y a través de ella). Las que provocan unas veces los cabecillas del régimen, y otras, los líderes de la oposición, cuyos nombres (Maduro y Guaidó, principalmente), parecen incluso incorporados, con su propio simbolismo, en la cultura popular colombiana.
En los encuentros más casuales de los ciudadanos de a pie también se habla de Venezuela. Entre otras cosas, porque en cualquier lugar de Colombia se ha hecho habitual encontrarse con un venezolano, o un migrante procedente de Venezuela, dedicado a los más diversos oficios y actividades -unas más meritorias que otras, como es natural-, y como es preciso distinguir para no caer en el execrable pecado mortal de xenofobia.
Ni que decir tiene del debate político interno. Unos advierten con voz de profeta o tono de Casandra sobre el riesgo de que el país “se vuelva como Venezuela”. Otros critican, por convencimiento o fijación, y a veces no exentos de alguna razón, la forma en que el gobierno Duque ha abordado las relaciones con Miraflores. Otros, en cambio, la ponderan. Algunos, aunque cada vez menos, y en voz baja, salen aún a elogiar, de vez en cuando y aunque parezca inverosímil, el experimento chavista y su prolongación madurista.
En los espacios académicos, y especialmente entre quienes estudian Ciencia Política o Relaciones Internacionales, sí que es cierto. Dentro de cada politólogo o internacionalista colombiano dormita un “venezolanólogo” en potencia. Y está bien que así sea. Es el resultado de un creciente interés, acaso sin precedentes, por lo que ocurre en Venezuela y su impacto en Colombia. Y es una veta humana e intelectual que habrá que aprovechar más adelante, cuando vengan tiempos distintos para ambos países y, sobre todo, para su relación bilateral.
Tres libros más o menos recientes hacen eco, también, de esa presencia cada vez más sonora de la cuestión venezolana en Colombia. Tres libros distintos, en lenguajes y estilos distintos, que relatan facetas distintas de lo que, en el fondo, quizá es una historia indisociable. Tres libros escritos por tres mujeres de diferentes perfiles y con diferentes experiencias y perspectivas: una literata que recién incursiona en la no ficción; una reportera tenaz y cronista curtida; y una excanciller de la República que, por las posiciones que ocupó, fue testigo de excepción y directa responsable de momentos cruciales de la política exterior y de las relaciones colombo-venezolanas.
Tres libros que vale la pena leer y digerir, cada uno a su manera -y con sus propias contraindicaciones-, para entender mejor a Venezuela, y, por ese camino, entender mejor, también, a Colombia.
Tres lecturas de Venezuela y sobre Venezuela: “Cuando éramos felices, pero no lo sabíamos”, de Melba Escobar; “Los restos de la revolución”, de Catalina Lobo-Guerrero; y “La Venezuela que viví”, de María Ángela Holguín.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales