A pesar de numerosos comunicados conjuntos sobre los buenos oficios de los gobiernos de Colombia, México y Brasil, el débil discurso de la cancillería ante la violación diaria de los derechos y libertades de los venezolanos y ante la evidente manipulación de sus instituciones genera legítimos interrogantes.
Se denuncia la muerte de 24 personas, torturas, miles de detenciones arbitrarias, marcaciones de casas de opositores al régimen, atropellos constantes en las calles, entre otras actuaciones atribuidas a los cuerpos oficiales de seguridad y a los comandos informales que buscan sembrar el terror. Se ha criminalizado el ejercicio de los derechos políticos, convertido en delito de lesa majestad la crítica del régimen y de su líder, cercenado gravemente la libertad de prensa, de expresión y de manifestación, inventado conductas delictivas y procedimientos a voluntad del funcionario represor.
Por si fuera poco, se asiste al espectáculo dado por el Tribunal Supremo de Justicia, el cual usurpando competencias del no menos impresentable Consejo Nacional Electoral, inventando súbitamente procedimientos, haciendo citaciones intimidatorias, aduciendo el carácter de inapelables de sus decisiones -que no resisten el menor análisis jurídico-, en violación de la Constitución venezolana y de los más elementales principios del debido proceso, y que no encuentran explicación distinta que la de atender la orden del dictador de encontrar la manera de ocultar lo inocultable: el triunfo electoral de la oposición y de revertir sus efectos a como dé lugar.
Por ello lo mejor que podría suceder es que tenga éxito la estrategia tendiente a lograr una transición y el fin de la dictadura venezolana, cuya supuesta existencia explicaría los cuidados, para unos, la culpable pasividad para otros, del gobierno colombiano. De lo contrario, el mantenimiento de ese régimen, ahora más ilegítimo que nunca, será el más fuerte argumento para que se combata al actual gobierno en Colombia y se aumente en grado sumo la dificultad para un posible acuerdo nacional como el que postulan algunos de sus más sensatos voceros. Será en efecto muy difícil llegar a acuerdos con un gobierno que pudiera percibirse consintiendo semejantes atropellos y falta de garantías.
Si tantas cautelas -basadas seguramente en buenas intenciones, de esas que tapizan el infierno-, terminan facilitando o contribuyendo, por ingenuidad o mal cálculo a mantener en el poder a semejantes sátrapas, nuestro gobierno y sus aliados ideológicos pagarán un alto precio. La radicalización de la oposición y de muchos otros actores sociales y políticos en Colombia, será tan inevitable como el éxodo masivo de venezolanos, que volverán inmanejable la política migratoria y cualquier sistema de protección social. Y es que independientemente de lo que finalmente acontezca en las negociaciones aparentemente en curso, con lo que ha sucedido estas semanas en Venezuela, el movimiento de péndulo que los politólogos proyectan para nuestras jornadas electorales en 2026 pareciera cada vez más previsible.
Por supuesto los secuestros, las desapariciones, los asesinatos de jóvenes y líderes de la oposición venezolana, incluidos los testigos electorales del ya inocultable fraude, no se borrarán ante el mundo impidiendo el acceso a las redes sociales, cancelando pasaportes, expulsando periodistas, inventando justificaciones inverosímiles en patéticas declaraciones aplaudidas al mejor estilo norcoreano, o utilizando Zapateros o Monederos indignos como embajadores.
La instrumentalización de las instituciones llamadas a dar garantías y en particular del hoy abyecto poder judicial venezolano, solo muestra la urgencia de rescatar para ese país el Estado de derecho y de reconocer la dignidad de todos sus habitantes, que con valentía, coraje y determinación intentan hacer valer su decisión soberana de elegir a Edmundo Gonzáles de la mano de María Corina Machado y de ser libres.