No fue La Madriguera del Conejo mi tienda de libros, pero deploro su cierre. Cada vez que se da de baja una librería, se pierde de a poco la esperanza de salir de esta minoría de edad kantiana en la que estamos inmersos tan a gusto como en el océano de mermelada advertido por Estanislao Zuleta.
Yo, que a menudo puedo decir, como si fuera un personaje del novelista checo Bohumil Hrabal, que “mi soledad demasiado ruidosa me comienza a marear”, hallo consuelo siempre en las páginas de los libros.
Cuando en esta séptima vertebral todo se torna “impeorable”, para usar el neologismo de Peter Handke, me refugio en ArteLetra, Wilborada y Tornamesa o huyo a la Biblioteca Nacional o a la Luis Ángel Arango donde el olor del papel y la tinta me ponen a salvo de mí misma, de mis fantasmas y mis demonios así como del tedium vitae que me genera este país que se muerde la cola.
Hay objetos que atraen como los imanes y eso me pasa a mí con los libros. Es que los libros son bellos a la manera aristotélica porque están a salvo de la necesidad y al margen de la utilidad. Uno se regocija con su contenido pero no es dable jactarse con su posesión como lo hizo en su momento el presidente Turbay, porque los libros se deprecian en el mercado neoliberal más rápido que un carro; solo alguien como Álvaro Castillo, en San Librario, sabe retornarles el valor perdido.
Todo me lo han dado los libros. Los recuerdos de una infancia feliz transcurrida entre la Avenida Sexta y la Librería Nacional del Centro Comercial del Norte, en Cali, el primer lugar donde yo pude escoger autores a mi gusto mientras comía helado de fresa, regresan a mí cuando releo Jauja, ilustrado por el lituano Kasparavicius o cuando de entre los estantes se asoma un ejemplar de cuentos universales –Simbad el marino, El príncipe y la araña- regalo de mi amiga más antigua, María Claudia Ortiz, con motivo de mi octavo cumpleaños.
En mi adolescencia pude unir los pedacitos de un alma rota gracias a los libros de mis tíos que colmaban una casa ya remota en Medellín donde mundos insospechados saltaban de entre las páginas y se explayaban por cuanta superficie había- repisas, mesa de bridge, nocheros, máquina de tejer, escritorios, sillas y asientos- para dicha mía.
La Rosa Profunda y El Oro de los Tigres, de Borges, leídos con mi papá en una noche triste de año nuevo mientras nuestra familia se disolvía, me mostraron que los libros podían ser el mejor antídoto para los males del corazón.
Uno puede acariciar un libro una y otra vez, volver a sus páginas cuando hay necesidad, porque no huyen como amantes fugaces o amigos de ocasión. Los libros envejecen junto a uno: sus lomos se amarillean, las hojas se llenan de polvo y sus palabras, de sabiduría.
Todo me lo han dado los libros: noches de placer interminable, compañía desinteresada, diálogos imaginarios, acceso a mundos sorprendentes, en este donde impera la fatuidad de los likes y la farsa de lo virtual, los libros se abren ante los ojos con la honestidad de ser lo que son.
Ahí están, a la mano, esperando ser abrazados por nosotros.