Con las elecciones en EEUU se ratifica la tendencia decadente de occidente expresada en los liderazgos políticos más visibles en la opinión pública, pues, como ha sucedido en lo que va corrido del siglo XXI en varios países, la presidencia no la ganó el mejor, sino el menos malo.
Es que, sin entrar en lo judicial donde el cuadro es sombrío, en lo público Trump es una figura totalmente excéntrica, con un discurso lleno de exageraciones e imprecisiones o mentiras, con tonos racistas y misóginos. Es decir, independientemente de que dichos rasgos puedan ser solo retórica para lograr tener la atención del público centrada en él, Trump es un líder populista y si se quiere extremista, que con el partido republicano ganó las elecciones presidenciales y las del congreso en el país aún más poderoso de occidente.
Sin embargo, a Trump y a sus asesores más cercanos hay que reconocerles una sagacidad que les permitió catalizar las pulsiones más profundas de una buena parte de la población, incluyendo las necesidades básicas, como la comida sobre la mesa o el dinero en los bolsillos. Esta población de clase baja y media urbana y rural se venía sintiendo relegada por la dirigencia demócrata obsesionada con lo “políticamente correcto” que en las últimas décadas se ha enfocado más en las ideas woke e identitarias. Es decir, en la guerra cultural gramsciana, que ha sustituido la lucha de clases por la lucha identitaria, creando conflictos inexistentes y sobre todo innecesarios (blanco-negro, hombre-mujer, heteros-homos, etc), para lograr la hegemonía cultural.
Lo cierto es que, a pesar de su retórica considerada xenófoba principalmente por su discurso anti inmigrantes, Trump logró un realineamiento electoral al aumentar el voto de las principales minorías: latinos y afroamericanos de todas las clases sociales, mientras que, según informes, el desempeño de Harris entre votantes proaborto, gays, bisexuales, lesbianas y trans fue más amplio que el de cualquier candidato demócrata en las últimas cinco elecciones presidenciales.
Ahora bien, en lo atinente a las relaciones de Colombia con EE.UU. con el gobierno Trump (“América First”), el gobierno Petro puede esperar recortes en la asistencia antinarcóticos, un riesgo considerable de descertificación por el aumento de los cultivos de coca- y producción de cocaína - así se los quiera convertir en lícitos por decreto, amén de amenazas de aranceles o esfuerzos para renegociar el TLC. Además, es probable que surja una hostilidad abierta por la creciente migración ilegal, que, por la aparente consolidación de la dictadura de Nicolás Maduro, es previsible que aumente por el tapón del Darién. También, las posiciones del gobierno de Colombia contra el de Israel incrementarán la desconfianza de Trump, haciendo que la tradicional buena relación bilateral se enfríe o debilite, a no ser que para evitar que Colombia se acerque más a China, Trump decida dar un compás de espera y, al menos, no se meta con los aranceles del TLC favorables a Colombia.
De otra parte, aunque debido a las guerras Rusia-Ucrania e Israel-Palestina- Irán, con Trump América Latina continuará relativamente olvidada, la influencia del partido republicano desde el congreso podría presionar por el debido relevo en el régimen venezolano ganado en las elecciones del 28 de octubre. En esta cuestión el presidente Petro y su canciller tendrán que mirar con la óptica del interés nacional de mediano y largo plazo, la postura que asumirán el próximo 10 de enero (diez días antes de la posesión de Trump) cuando - como todo parece indicar-, Maduro pretenderá volver a posesionarse de manera por demás desafiante, al mismo tiempo en que González y María Corina Machado mantienen su postura de que en esa misma fecha llegarán al poder que ganaron legítimamente en las urnas.