Con los insatisfechos -a quienes estuvo dedicada esta columna la semana pasada- coexiste otra especie: la de los autocomplacientes. Se diría fácilmente que los autocomplacientes están en las antípodas de los insatisfechos: a éstos nada les basta; para aquellos nada puede ser mejor.
Pero la oposición entre unos y otros esconde esenciales semejanzas: su narcisismo patológico, la desmesurada idea que tienen de sí mismos, la convicción de su predestinación y su pertenencia a un linaje superior. En el fondo, son parte de un mismo género. Para los insatisfechos nada es suficientemente bueno, porque otros, y no ellos, lo han hecho. Para los autocomplacientes nada puede ser mejor que lo que ellos han hecho, porque ellos lo han hecho. Dos caras de una misma herrumbrosa y devaluada moneda.
La combinación de autocomplacencia y poder ha definido, siempre para mal, la suerte de empresas y organizaciones, de emporios e imperios, de pueblos enteros. Difícilmente se hallará un cóctel más peligroso y volátil, tanto más si se adereza con la incompetencia -ante la que los autocomplacientes suelen mostrar una incurable ceguera-, y que no ven, o fingen no ver (e incluso cultivan, por torpeza o perversidad) sus áulicos. Porque no hay autocomplaciente sin corte, sin club de fanáticos y aduladores de oficio, sin comité de aplausos (o su equivalente de hoy, seguidores en redes sociales).
Los autocomplacientes viven en su propia torre de marfil; inamovibles en sus prejuicios y en sus preferencias; recalcitrantes e impenitentes; impermeables a toda evidencia y refractarios a la realidad.
En la historia abundan ejemplos que ilustran cuán nocivos pueden ser aquellos líderes de quienes puede decirse que “ninguna experiencia del fracaso de su política pudo quebrantar su fe en su excelencia esencial” (la frase es de Bárbara Tuchman, a propósito de Felipe II de España). A la postre, la autocomplacencia de los poderosos marca el compás al que las sociedades marchan con la locura, hacia la locura.
Por eso convendría que en la sala en la que ocurren las cosas, donde se toman las decisiones sobre los asuntos cruciales, hubiera siempre un “señor No”, un abogado del diablo o disidente honesto, cuya función principal fuera oponerse, cuestionar, advertir, objetar, y llevar la contraria. Alguien encargado de romper el engañoso consenso que suele rodear, como una bruma, a quienes deciden. Un funcionario con la misión de impedir que los poderosos caigan en la tentación de creer que siempre tienen la razón.
Corrigenda. El decano Eduardo Barajas, lector constante y generoso, encontró en la columna anterior (“Los insatisfechos”) una imprecisión rayana en el error, que debe ser enmendada. Se afirma allí que la actual vicepresidente y canciller “inauguró” la cartera de comercio exterior, cuando, en realidad, esa tarea correspondió a Juan Manuel Santos, el primero en ocuparla. Lo cual no le quita a la señora Ramírez el mérito que le corresponde, pues lo acompañó como viceministra desde el primer momento, y, por lo tanto, participó directamente en el establecimiento y puesta en funcionamiento del nuevo ministerio.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales