Me impresionó en un funeral reciente de una persona que vivió con el síndrome de Down, escuchar a un miembro de su familia en un discurso de despedida, su queja por el trato que había recibido en los primeros años de vida su hermano, basado en choques eléctricos para “quitarle” esa enfermedad. Un médico era el encargado de esa “terapia”. Seguramente aplicaba este tratamiento en nombre de la ciencia. Al final esto no hizo sino lastimar a quien se había confiado a su cuidado y también a su familia. Pero era una acción en nombre de la ciencia, lo científico, lo erudito. Un buen ejemplo del mito moderno de la pretendida infalibilidad de la ciencia y de su capacidad de solucionarlo todo. Deben ser innumerables los atropellos cometidos en nombre del saber científico a personas que veían en ella alguna esperanza.
A todas las instituciones humanas se les ha presionado para que reconozcan sus límites, sus errores y se les ha llevado a pedir perdón. Las religiones, las iglesias, los sistemas educativos, los medios de comunicación y hasta el lenguaje ha debido pasar a revisión pues en todos estos ámbitos se habían anidado pensamientos y acciones en detrimento de la humanidad. ¿No estamos en mora de escuchar el acto de contrición de la ciencia y de los científicos? Desde luego, ni de toda la ciencia ni de todos los científicos. Pero no se puede ocultar, para mantener el estatus reverencial que ha adquirido el quehacer científico, que en ese campo se han dado muchos errores y tratos indignos a las personas. ¿Quién vigila lo que pasa en lo más recóndito de los laboratorios científicos y quién responde por sus productos no siempre del todo seguros para la vida humana y, de paso, para el planeta?
La ciencia puede haber adquirido en nuestra época un poco ese aire de las viejas religiones y leyendas, como campos del saber, más bien misteriosos e impenetrables para los pobres mortales. Eso en parte es inevitable, pero como todas las realidades de la vida moderna, debería trabajar por una mayor visibilidad que les permita a las personas y a las comunidades conocer en qué andan sus sabios y de qué manera aplican sus hallazgos a los seres humanos y al planeta. Nadie duda del aporte de la ciencia al desarrollo de la vida humana, pero como en todo lo de lo que hacemos hombres y mujeres, nunca debe omitirse ni el ojo vigilante ni la capacidad de reconocer errores y corregirlos. Y desde luego asumir las responsabilidades de los mismos.