Durante casi una década, la vida política de los Estados Unidos ha girado en torno a la figura polarizante de Donald Trump. En 2016, sorprendió al mundo con un discurso hostil a la élite política del país, proclamándose el único abanderado del cambio. Enfatizó su oposición al libre movimiento de bienes, personas y capitales, rompiendo así con la visión común que los mandatarios estadounidenses habían forjado para el mundo desde la caída del Muro de Berlín. Al concluir su primer mandato, cuyos excesos fueron controlados en parte por el establecimiento del Partido Republicano, fue incapaz de garantizar la transición pacífica del poder, sentando un precedente peligroso para todo el hemisferio. Hoy, millones de estadounidenses ven en Trump una figura fuerte, capaz de revitalizar a un gigante adormecido, mientras que otros millones lo perciben como una amenaza sin precedentes a la democracia más antigua del mundo.
Según un estudio reciente de la Universidad de Chicago, alrededor del 34% de estadounidenses no se opondría al uso de la violencia para evitar un segundo gobierno de Trump, mientras que el 29% no la descartaría para garantizar un segundo gobierno de Trump. Si asumimos que estos son grupos distintos, solo el 37% del país se opone consistentemente a la violencia política.
Fue en este contexto que se dio el despreciable intento de magnicidio contra Trump el pasado 13 de julio. Todo el mundo libre debe rechazar este atentado de manera explícita e inequívoca, sin pretender minimizar la gravedad de lo sucedido. También debemos tomarlo como una oportunidad para reflexionar sobre el lenguaje en la política. Es fundamental, en una democracia robusta, criticar implacablemente los abusos y errores de nuestros gobernantes, pero estas críticas deben partir siempre de la realidad, matizadas por una comprensión amplia de la historia y libres de cualquier intención maliciosa. Donald Trump es un populista, pero no es el Hitler estadounidense, como han sugerido tantos de sus opositores e incluso, hace varios años, su actual candidato a la vicepresidencia, J.D. Vance.
En todo caso, la historia de Trump refleja los peligros de radicalizar a un país en torno al caudillismo político. Si en Estados Unidos esta tendencia la representa un magnate cuestionado que niega haber delinquido, en Colombia la representa un terrorista jubilado que se enorgullece de sus delitos. Se ve reflejada en la sanción de la reforma pensional, acompañada de una celebración extravagante que la resta importancia al 20 de julio, una fiesta verdaderamente nacional, para dársela a la imagen del plumazo imperial. Se ve reflejada en sus intentos de minimizar e intimidar a la Corte Constitucional, que aún debe decidir sobre la inconstitucionalidad de la reforma pensional.
Se ve reflejada en sus intentos de protagonizar la final de la Copa América, arrebatándole el fútbol a la sociedad civil y reclamándolo para la política. Se ve reflejada, ante todo, en la imposibilidad de hablar de política en Colombia sin hablar del presidente. Sus creencias políticas nefastas no se ven reflejadas en una hoja de ruta clara hacia el futuro, como lo fueron, por ejemplo, la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe o la Paz de Juan Manuel Santos. La visión de país petrista es un libreto que cambia constantemente, porque nunca ha sido lo esencial. El único objetivo consistente de este gobierno es la concentración del poder en manos del caudillo y la destrucción o intimidación de cualquier oposición a la misma. El progreso y la estabilidad de América dependen de derrotar al caudillismo.