En estos días estaba sentada en un pupitre de un despacho público equis, haciendo mi tarea mientras en el cubículo contiguo se llevaba a cabo un proceso de selección de nómina paralela, tercerizada a través de una agencia de cooperación internacional, la cual al final del camino opera con nuestra plata.
Revisaron las hojas de vida; luego, llamaron a entrevista a los candidatos a suplir el encargo y los despacharon uno a uno en menos de diez minutos. Después, los funcionarios y el agente de la cooperación sin pena alguna ni pudor coincidieron en que era mejor contratar al aspirante más maleable.
O sea, al que es fácil de convencer, de persuadir, al que se le puede dar forma sin que se dé cuenta; no al que tiene criterio para disentir y por tanto para enriquecer el discurso, para aportar otras miradas a los procesos. Recordemos que la maleabilidad es una propiedad de la materia que puede ser labrada por deformación.
Mientras me escurro para que no me vean, recuerdo un trozo de El Hombre Mediocre, un libro siempre vigente escrito en 1913 por el médico, psiquiatra, psicólogo, criminólogo, farmacéutico, sociólogo y además filósofo, el argentino José Ingenieros:
"El hombre mediocre es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. (…) sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a las domesticidades y (…) parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, contrario a la perfección (…)”.
“Un hombre mediocre no acepta ideas distintas a las que ya ha recibido (…), sin darse cuenta de que las creencias son relativas a quien las cree, pudiendo existir hombres con ideas totalmente contrarias al mismo tiempo. A su vez, el hombre mediocre entra en una lucha por envidia e intenta opacar desesperadamente toda acción noble, porque sabe que su existencia depende de que el idealista nunca sea reconocido y de que no se ponga por encima de sí".
Me pregunto cuál es la cantilena frente al disenso y concluyo que hace rato nuestro destino lo definen las decisiones de sujetos maleables aferrados a la cosa pública como si fuera su coto de caza.
Dirán que el oro es maleable; pero es tan blando que hay que mezclarlo con cobre o plata. Sería bueno un tris de disenso frente a la molicie de los funcionarios.