MARÍA CLARA OSPINA | El Nuevo Siglo
Miércoles, 29 de Agosto de 2012

Vivir un huracán

 

Este  fin de semana la tormenta tropical Isaac pasó por Miami, sin hacer mayores daños; sólo algunas inundaciones y varios días de incertidumbre y preparativos para un huracán que, gracias a Dios, nunca se cristalizó.

Mientras oía las ráfagas de viento y la lluvia azotar las ventanas y agitar las palmeras violentamente, rememoraba aquellos días, hace 20 años, cuando viví uno de los momentos más dramáticos de mi existencia, el paso de Andrew.

En la noche del 23 de agosto de 1992, después de cenar, un grupo de amigos discutíamos sobre la fuerza de Andrew, huracán que amenazaba la costa sureste de la Florida: pero, seguramente, sólo afectaría los cayos, no a la ciudad de Miami.

Entonces, sonó el timbre de la puerta. La policía venia a informarnos que el huracán había cambiado de dirección y ahora Miami estaba en zona de evacuación. Inmediatamente, cada familia se fue a su casa a tomar las medidas del caso.

En ese entonces vivía a pocas cuadras del mar, al sur de la ciudad, cerca del Jardín Botánico. Hacía poco más de un año mi marido había muerto, por lo tanto, yo era la única responsable por la seguridad de mis 3 hijos, el menor de los cuales tenía solo 11 años.

Esa misma noche recibí la oferta de tres familias, las cuales vivían lejos del litoral, para ampararme en sus casas.

Acepté la oferta de una amiga que vivía en Cooper City, al noroeste de Miami, lejos del lugar por donde pasaría Andrew. Ella, al igual que yo, era viuda y tenía hijos de la edad de los míos. Mi escogencia fue acertada; las otras dos casas, al igual que la mía, fueron destruidas por el huracán.

La noche del 24 de agosto, 27 personas, 4 perros y 3 gatos, incluido “Fantasma”, el nuestro, compartimos una pequeña casa. Toda la noche rezamos. El viento bramaba aterradoramente, volaban ramas y el ruido era ensordecedor. En la mañana, por doquiera, se veían destrozos.

Tres días después logramos regresar a casa. Los caminos habían desaparecido, el barrio era irreconocible. Era como si un gigante lo hubiera aplastado todo. Los árboles habían sido arrancados de raíz y de la casa sólo quedaba la fachada, lo demás había sido completamente destruido.

Gracias a unos amigos conseguí un apartamento para vivir, lo cual fue una proeza, porque en pocos días todo en la ciudad había sido tomado.

Esos primeros días fueron aterradores. Los policías y los bomberos también habían perdido sus casas. El pillaje no se hizo esperar.

Había poca agua. Sólo unos pocos tenían luz. Era difícil encontrar comida. El calor, la humedad y los mosquitos nos agobiaban. Recuerdo emocionada cuando entró a Miami el primer convoy de la Guardia Federal. Venían a prestar toda clase de ayuda.

En esos días conocí el valor y lo mejor de la gente cuando la naturaleza muestra su fuerza. Muchos fuimos hermanos aun sin conocernos. Hoy, veinte años después, recuerdo y agradezco la bondad de muchos.