MARTA LUCÍA RAMÍREZ | El Nuevo Siglo
Miércoles, 27 de Junio de 2012

¿Riesgos en seguridad y también políticos?

 

El texto aprobado de la Reforma a la Justicia resulta bochornoso por sus intenciones torvas, por sus alcances y por los favores que reparte a diestra y siniestra. Es un despropósito con el país y una vergüenza que el Gobierno y el Congreso hayan  estado a punto de meternos ese gol.

Lo que debió ser un hito en la legislación colombiana, para garantizar al fin uno de los elementos fundacionales de una sociedad como es la debida aplicación de justicia y la eliminación de la impunidad, solo resultó ser una manguala que desde las ramas del poder público se desató contra el Estado de Derecho y los principios esenciales de la Constitución del 91. Qué rápido olvidaron algunos de nuestros legisladores que esa reforma del 91 obedeció precisamente al descrédito de los partidos por los abusos y corrupción de la clase política y de muchos parlamentarios de entonces. Qué rápido perdieron el temor a una revocatoria del mandato, incluso los que fueron revocados en el 90 y a duras penas regresaron.

Pero mas allá de los malabares jurídicos que se vienen cocinando para salir del esperpento, las consecuencias son nefastas para nuestra democracia.

La excarcelación masiva que se buscaba, la inmunidad parlamentaria velada, los cargos pétreos en las altas cortes, los beneficios indebidos, la continuidad en el clientelismo político-judicial, son sólo algunas de las perlas con las cuales pretendían lacerar de manera definitiva  nuestra democracia. Quisiéramos creer que hay una fórmula jurídicamente indiscutible para impedir que la reforma aprobada hace 96 horas produzca efectos. Lamentablemente es una situación inédita e imprevista en nuestro sistema jurídico, por lo cual bien hace el Gobierno al procurar impedir que llegue a regir el Acto Legislativo que nació de su seno anunciándonos una justicia pronta, cumplida y eficaz.

Sin embargo, la jurisprudencia constitucional existente no parecería avalar las objeciones presidenciales ante una reforma constitucional pues particularmente en las sentencias  C-543 de 1998 y C-178 de 2007 deja en claro que no es dable al ejecutivo objetar un acto legislativo por ser una expresión del constituyente derivado, que en teoría, refleja la voluntad del pueblo.

La manera más transparente y segura sería si la propia Corte Constitucional da la partida de defunción a una reforma plagada de vicios de constitucionalidad y de procedimiento. Ello requeriría un gran sentido político y de patria por parte de los señores magistrados quienes deberían estar dispuestos a trabajar a un ritmo muy superior al acostumbrado para proceder al examen de rigor y ojalá a la declaración de inconstitucionalidad con la mayor celeridad posible.

Sin perjuicio de las circunstancias dramáticas que vive la Nación y por las cuales quisiéramos ver prosperar la interpretación de la objeción presidencial, sin duda estaríamos ante un mal precedente para futuras reformas, con lo cual se cercenaría en materia grave la independencia de poderes que a veces parece ya tan reducida debido a un presidencialismo fuerte, unos partidos débiles y a un Congreso tan susceptible a los favores, prebendas y por supuesto, a la mermelada que obtienen varios de sus miembros.

Estamos en mora de exigir de los partidos políticos mayor responsabilidad por la posición de sus bancadas en el Congreso. El vigor con el que desde distintos sectores de la sociedad se rechazó el texto espurio de la tan ansiada reforma a la justicia y la reacción atinada de convocar a un referendo para revocar el acto legislativo, nos demuestran que hay una ciudadanía alerta pero descreída frente a la mayor parte de nuestra clase política.

Al Congreso, al Gobierno, a las cortes y a los partidos, les cabe su cuota de responsabilidad en la crisis que estamos viviendo. Mala cosa, por ese camino llegaron Chávez a Venezuela, Correa a Ecuador y Evo  a Bolivia. Malo, muy malo, que en Colombia algunos inversionistas estén empezando a preguntar ya no sólo por el creciente riesgo en materia de seguridad, sino por el riesgo político.