MAURICIO BOTERO MONTOYA | El Nuevo Siglo
Domingo, 18 de Diciembre de 2011

 

Nativos digitales

 

La sorpresa de los padres de los estudiantes de la Javeriana al enterarse de que sus hijos no sabían escribir debió ser mayúscula.

Algunos en su amor paternal abrigarían la fantasía de tener en casa a un pichón de Cervantes en ascenso. A un nuevo Borges. Se enteraron, como es usual de últimos, por fuente pública no exenta de escarnio. El profesor Jiménez en forma sopesada renunció a seguir dando clases a unos jóvenes de 20 años que simplemente carecían de la capacidad de abstracción y de sintaxis que les permitiera expresar conceptos claros. No se trataba de ponerles una tarea creativa, tan solo que redactaran un párrafo coherente. El profesor los llama con eufemismo “nativos digitales”; cualquier lector recordará de su colegio, por ejemplo, otros adjetivos menos compasivos de los exasperados educadores cuando se salía de plomada la colectiva estupidez.

¿Qué ocurre?

Un quisquilloso amigo que tiene a su hija estudiando en Europa me dijo que él no estaba dispuesto a aprender criptografía para descifrarle los correos escritos sin el menor respeto a las normas de la gramática que remataban en una carita feliz. Y luego me confesó que la muchacha que cursa postgrado sólo muestra nítida elocuencia y singular maestría estilística al pedirle dinero.

Pero la pregunta persiste ¿por qué Colombia no lee? ¿Por qué Cúcuta, Popayán, Ibagué no tienen librerías? Leer es requisito para escribir. ¿Por qué periódicos como El Tiempo se han vuelto tan mediocres?

Atribuirlo a otras formas de comunicación que desplazarían las literarias es un argumento débil. Lo demuestra la educación europea, asiática y estadounidense que no carece propiamente de Internet y TV. En Estados Unidos, o para no ir tan lejos en Brasil, un joven de 20 años en una universidad equivalente a la Javeriana escribe ensayos si cursa Humanidades. No basta con tan solo cumplir con la prescriptiva del idioma que es un mínimo. Se requiere creatividad. Y está visto que aquí no se cumple ni siquiera el mínimo. Estas nuevas generaciones no son (supongo) menos inteligentes que las de sus padres. Tienen más oportunidades de viajar que sus abuelos. Y sin embargo han sufrido una involución. La mente se educa con el lenguaje. Es lo que nos caracteriza como especie. Un retroceso en el habla es un retroceso en el ser.

El profesor dimitente también está perplejo. Anotó que los jóvenes que leen en la red simultáneamente bajan música en la, por demás excelente, YouTube, chatean, miran fotos. Son incapaces de concentración. Están perdidos en el bullicio. Carecen de la capacidad de enfrentar su soledad central sin ruidos. Estarían (supongo) descentrados emocionalmente. Y no logran elevar el volumen del silencio interior.

En un postgrado para profesores en una universidad bogotana en que se trataba ese ya viejo problema, un conferencista internacional insistió en la necesidad de enseñar a hacer silencio interior. Que los jóvenes aprendan a desenchufarse. Anotó que esa práctica fue obligatoria en las órdenes medievales. El llamado tempos tacendi, la hora de callar. Ejercida por los Benedictinos, los bibliotecarios de Occidente. En fin, es una práctica común a las distintas vertientes espirituales de la humanidad. Habría que ensayarlo. Es sabido que los dioses hablan poco y en el desierto. Esto no debe ser difícil de implementar por los jesuitas javerianos que todavía practican (supongo) los ejercicios de Iñigo de Loyola. Adaptarlos de alguna forma. Tal vez podría no ser escandaloso. Pero el problema es preocupante y es de todos.

¡Feliz Navidad!