Mi Semana Santa | El Nuevo Siglo
Lunes, 29 de Marzo de 2021

Todas las culturas antiguas, excepto la judía a que me referiré adelante, eran politeístas e idolátricas. Los egipcios tenían múltiples dioses con formas animales (como el buey Osiris-Apis) o el gato (Bastet) o el propio Amón-Ra que lo mismo era el sol que el león. Los pueblos sumerios, acadios, asirios y babilónicos tenían dioses y diosas, el más importante de los cuales era Baal, el falso dios más mencionado en el Antiguo Testamento que trató de ser importado a Israel por Jezabel y por el cual Elías sostuvo un duelo con sus sacerdotes (I Reyes, 20-39). El pueblo de Israel se volcó a la adoración de los baales (todos los dioses cananeos) en varias ocasiones por lo cual fue castigado severamente por Yahvé.

La mitología greco-romana es bien conocida. Sus dioses eran una mezcla de divino y humano, con sus virtudes y defectos. Los más famosos eran los dioses olímpicos, entre ellos Zeus (Júpiter) el principal, Hera (Juno), Atenea (Minerva), Ares (Marte), Afrodita (Venus), Apolo (Febo), Artemisa (Diana) y Dionisio (Baco). Los emperadores romanos se hicieron adorar como dioses y los cristianos fueron martirizados por negarse a hacerlo.

En las culturas americanas, los incas tuvieron un dios principal (Viracocha), pero adoraron también al sol (Inti) o a la madre tierra (Pacha Mama). Los chibchas adoraban igualmente al sol (Suhá) y a la luna (Chía), pero su dios principal era Chiminichagua. Los aztecas adoraban serpientes divinizadas, Quetzalcóatl y Coatlicue. Muchas de estas religiones ofrecían sacrificios humanos (como a Baal o a los dioses aztecas). 

En cambio, el budismo es un modo de vida, no propiamente una religión, y no es teísta. El sintoísmo adora los espíritus de la naturaleza (las rocas, el viento, el agua, las montañas) o rinde culto a los antepasados.

Pero esos dioses no piensan, no ven no hablan, ni se mueven, como bien lo dice la Biblia.

Fue en ese medio, donde surgió Abraham a quien Yahvé escogió para fundar lo que llamó el pueblo elegido, que no podía adorar ídolos ni tenía representación física de su Dios (cuyo nombre es “Yo soy el que soy”), y al que, cuando bajo Moisés salió de Egipto y recibió las tablas de la ley en el monte Sinaí hacia el año 1300 antes de Cristo, le ofreció la tierra prometida a la que ingresó a las órdenes de Josué. El pueblo judío escribió su propia historia en lo que llamamos el Antiguo Testamento, que anunciaba la llegada del Mesías o Salvador, el cual apareció efectivamente al comienzo de nuestra era, para reemplazar los sacrificios de animales, que los israelitas ofrecían a Dios, por el suyo propio como Cordero de Dios en la cruz, lo que los cristianos conmemoramos en la Semana Santa.

La lectura de los Evangelios -y de todo el Nuevo Testamento- muestra claramente que no se trata de una novela ni un invento porque va de frente contra todas las religiones y las culturas de su época con una idea que Pablo califica de necedad, la de un Dios muerto en una cruz como cualquier esclavo de la época, sin juicio previo y en menos de veinticuatro horas. Aunque Cristo dice que no vino a cambiar la ley ni los profetas, la verdad es que trajo una doctrina superior, sin duda de origen divino, para fortalecer los mandamientos principales: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Doy gracias a Dios porque mi lectura diaria del Nuevo Testamento fortalece mi fe y da buenos frutos y pido, por su gracia, que caiga en tierra buena.