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El de la migración será un tema principal de la agenda internacional durante los próximos años.
Las razones son varias: la densidad y la velocidad a la que se producen los flujos migratorios; el impacto de la migración en las sociedades de acogida; la retórica nacionalista -y, a veces, explícitamente xenófoba- que inflama algunos discursos políticos; la constatación -frustrante para unos y otros, por distintos motivos- de que la migración no es sólo un problema humanitario ni únicamente uno de seguridad; la evidencia de que no todos los migrantes son iguales y de que, por lo tanto, no pueden ser tratados todos de la misma forma; la presión demográfica que, en ciertos casos, hará de la migración no sólo algo deseable, sino incluso necesario para algunas sociedades; la “armamentización” de la migración -es decir, su uso como herramienta de guerra-; su vinculación, más y más evidente, con otros fenómenos como el cambio climático; la carga que los movimientos migratorios imponen a las relaciones transfronterizas; el fracaso y los efectos colaterales negativos de las medidas indiscriminadas que algunos Estados han adoptado, ya sea para recibir o expulsar a los migrantes; la confusión entre migración y refugio…
Las prácticas de la administración Trump al compás del mantra de las “deportaciones masivas”, los experimentos de Reino Unido e Italia de “tercerizar” el refugio, el peso creciente de lo migratorio en el debate político-electoral en Alemania y otros Estados europeos, y hasta la carta del papa Francisco a los obispos estadounidenses de hace una semana, han llevado recientemente a centrar el foco -y no sin sentido- en la responsabilidad de los Estados y las sociedades receptoras y potencialmente expulsoras. Pero la cuestión exige poner luz también en otros responsables y en otras responsabilidades.
En la discusión actual sobre las migraciones poco se menciona a los Estados expulsores, como si la migración no tuviera nada que ver con lo que sus gobiernos hacen (o no) en materia de seguridad, derechos humanos, bienestar social, y oportunidades económicas. Como si el pasado colonial, la “inequidad global”, las “deudas históricas”, excusaran lo que no es sino consecuencia, muchas veces, de la combinación de cacocracia, cleptocracia, y tiranía.
Tampoco suele incluirse el papel que juegan los entramados perversos del crimen organizado transnacional -en un coctel de varias de sus expresiones- en la naturaleza, condiciones y volumen de los flujos migratorios. Según la ONU, la trata de personas genera 150.000 millones de dólares al año, y es uno de los delitos de mayor crecimiento, junto con el tráfico de armas y de drogas. El silencio sobre esta dimensión del problema es atronador; como si no fuera parte de la ecuación que hay que resolver.
En una cómoda (e incómoda) penumbra queda también la responsabilidad de los propios migrantes, como si en ningún caso tuvieran agencia alguna en sus decisiones, como si en todos los casos ésta obedeciera a una situación límite, como si no tuvieran también obligaciones (morales y legales) con la nación que los acoge, como si su condición supusiera un privilegio del que muchos abusan en desmedro de quienes realmente requieren acogida, refugio, protección y solidaridad.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales