Mínimo por no matar | El Nuevo Siglo
Miércoles, 10 de Enero de 2024

Durante estos días pagarán los primeros salarios y subsidios de 2024. ¿Qué cambios puede esperar?

Mayoritariamente, nuestra población económicamente activa es ladrona, limosnera o rebuscadora -autoempleada o emprendedora de subsistencia-; se cuela en Transmilenio, vende en las calles, no paga impuestos y tampoco ahorra pensiones más cesantías. Además, compite contra la minoría de trabajadores formales, que soporta esas cargas, aunque el 80% máximo gana un mínimo.

Descarado, el presidente Petro ostentó el ajuste que decretó, pero: ¿cómo pretende que escape de la pobreza una madre cabeza de familia, a quien le consignan $1.358.000 mensuales, tras restarle las retenciones por seguridad social y sumarle el subsidio de transporte, que utiliza para compensar otras necesidades?

Lamentablemente, el trabajo es tan forzado como precario. Para colmo de males, no hay suficiente empleo formal, y el disponible no permite subsistir; la exclusión es una realidad, y la prosperidad ya ni siquiera es un mito (¿A Broken Social Elevator?, Ocde).

Los préstamos imponen otra cadena perpetua. Aunque se mate trabajando, cada generación posee menos independencia económica, y quienes huyen de sus familias no pueden sostenerse solos; por conveniencia acuden a la cohabitación, con desconocidos o parejas sin prospectiva, y ese antisocial mecanismo de optimización de gastos tampoco mejora la autosuficiencia del ingreso promedio.

La calidad de vida es una quimera del mercadeo. Como evidencia, la vivienda nunca ha sido un derecho; especulativa, siempre ha sido prohibitiva porque las “finanzas” abandonaron la acepción medieval, asociada al “fin de la deuda”, para adoptar la pecaminosa e inquisidora connotación pecuniaria.

La malnutrición predomina, y lo saludable acarrea “reduflación por avaricia”. Finalmente, es absurdo contemplar la posibilidad de disfrutar el tiempo libre o jubilarse (Global Pension Index 2023, Mercer.com), incluso en aquellos países que prometían un “sueño”, como Estados Unidos, donde la pataleta de la “Gran Renuncia” duró muy poco, y terminó “resignándose”.

Tal como los sabáticos, era otro privilegio que sólo podían permitirse los ricos, o los que menos necesitaran. Ahora, los pobres trabajadores siguen sintiéndose explotados, maltratados y ninguneados, porque pocos empleadores pueden humanizar el contrato social ofreciendo reducciones de jornada o incrementos salariales.

Insaciables, tantos vacíos conspiraron una “Renuncia Silenciosa”, que seguirá haciendo ruido entre quienes reina el descontento, porque las vigentes condiciones de vida son inhumanas, pero no hay -mejor- alternativa a ese sacrificio familiar, suicidio colectivo o exterminio socioeconómico, que el esclavista mercado laboral.

Entre las enfermedades modernas, resalto la improductividad y la fundición (burnout), consecuentes con la desleal amenaza de despido o la salvaje competencia laboral, y la ansiedad causada por la inevitable falta de recursos para pagar las cuentas vinculadas a gastos esenciales.

La pandemia reavivó el debate sobre la conveniencia del trabajo, la evaluación de su costo-beneficio o la justificación del esfuerzo. Además de la carencia de sentido o propósito, en Alemania el equivalente a una renta universal (Bürgergeld, antes Arbeitslosengeld) ofrece un flotador para quienes tienen que ocuparse de los cuidados familiares -niños, discapacitados o ancianos-.

Claro, el salario mínimo puede duplicar esa ayuda, pero tampoco permite vivir en condiciones justas.

El Estado de Bienestar no es barato, pero sale más caro el estado de miseria. En Colombia “pagan por no matar”; mintiendo, el gobierno Petro declaró que la renta ciudadana está "ayudando a bajar la inflación", mientras seguimos teniendo una paridad de poder adquisitivo paupérrimo, respecto al mínimo.