Con todas sus virtudes, la democracia está lejos de la perfección. Churchill lo supo -“La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”-, y lo sabe, desde mucho antes, Perogrullo. La democracia real, la que se puede alcanzar, está muy lejos de la democracia ideal, a la que, sin embargo, es imprescindible aspirar. Pero por muy demócrata que uno sea, hay que admitir que esa democracia ideal entraña promesas que a la democracia real le resulta difícil -acaso imposible- cumplir.
El iusfilósofo italiano Norberto Bobbio las llamó “falsas promesas”. Satisfacer la expectativa que generan es uno de los principales desafíos de toda democracia que se esfuerce por llevar dignamente ese nombre. La persistencia de su incumplimiento es, a su vez, uno de los principales argumentos que los enemigos de la democracia esgrimen para arremeter contra ella (haciendo con frecuencia otras que, a la postre, nunca cumplen tampoco).
El involucramiento masivo de Elon Musk en la campaña de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos -especialmente durante la etapa final, hasta llegar a Mar-a-Lago- invita a pensar en una de esas falsas promesas. “La quinta falsa promesa de la democracia real, con respecto a la democracia ideal, es la eliminación del poder invisible”, dice Bobbio en El futuro de la democracia. Una de las cosas que se supone que la democracia debe hacer, y que raramente logra a plenitud, es “dar vida a la transparencia del poder, al ‘poder sin máscaras’”. Un gobierno democrático no puede ser sino uno cuyas acciones se realizan públicamente.
Por supuesto que los gobiernos democráticos están sometidos a toda suerte de influencias y presiones. Hasta cierto punto, la existencia de vasos comunicantes entre grupos de interés -las empresas y los gremios, los sindicatos, las organizaciones cívicas, la academia, las confesiones religiosas- es una propiedad necesaria de la democracia. Pero la influencia y la presión que canalizan debe estar respaldadas por cierta legitimidad, transmitirse lícitamente, y hacerse a la luz del escrutinio público y no en la penumbra de gabinetes cerrados y a instancias de eminencias grises que ejercen sin otra investidura que la de su propia proximidad al poder, y sin otro propósito que su propio beneficio.
Vale la pena preguntarse, entonces, cuál será el papel de Elon Musk en la próxima administración. En campaña, Trump lo anunció como líder de una eventual comisión para la eficiencia gubernamental. Un día después de las elecciones, lo puso al teléfono para que participara en una conversación, sumamente sensible para la seguridad nacional, con Volodimir Zelenski. Aupada por la victoria republicana, su fortuna alcanzó los 314.000 millones de dólares (los inversionistas apuestan al alza por el promisorio porvenir de los variopintos negocios del magnate). The Guardian acaba llamarlo “vicepresidente en la sombra”, mientras advierte que “el hombre más rico del mundo se ha convertido en el segundo hombre más poderoso de la política estadounidense”.
Ahí está el meollo del asunto: si el de Musk será un poder visible, abiertamente enmascarado y ejercido en la sombra… La expresión más refinada, sofisticada, engañosa, y peligrosa del poder invisible.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales