Decir no, es un acto de madurez. Implica pensar por sí mismo, lo cual es realmente doloroso; en cambio cuando uno deja que otros piensen por uno, uno se mueve en el mundo del sí, liberado de responsabilidad.
Decir siempre sí, exime de la angustia de saber si es correcta mi decisión, si actúo bien o mal. Nos libra del descrédito y de la sospecha que acarrea apartarse del rebaño u obedecer la voz de la propia conciencia.
Aprender a decir no, es parte del ejercicio democrático. Como bien lo expuso Estanislao Zuleta en Educación y Democracia, esta implica (…) “reconocer que la pluralidad de pensamientos, opiniones, convicciones y visiones del mundo es enriquecedora; (…) que la verdad no es la que yo propongo sino la que resulta del debate, del conflicto (…) que el pluralismo no hay que aceptarlo resignadamente sino como resultado de aceptar el hecho de que los hombres (….) no marchan al unísono como los relojes”.
Las tensiones entre el sí y el no, motivo plebiscito por la paz, no pueden seguir siendo asumidas como pugna de poderes, sino como propiciadoras de armonía. La armonía es la tensión del arco y la lira, a la manera de Heráclito: “tanto el arco como la lira son lo que son (arco y lira) por la tensión que los constituye (entre la fuerza divergente de la estructura de madera y la fuerza convergente de las cuerdas)”.
El sí y el no deben superar la prueba de la duda. Pero ello implica abandonar los microdogmatismos nuestros de cada día para adentrarnos en el respeto. No en la tolerancia, concepto pretencioso y confuso del que desconfió el mismísimo Kant al considerar que presupone que yo tengo la razón y los otros están errados.
El sí y el no deben ser dichos desde el respeto, es decir, tomando en serio al otro con su ideología y sus pensamientos, con sus inamovibles, sin desacreditar su punto de vista.
El verdadero respeto exige que nuestro punto de vista dialogue con el punto de vista del otro, sin temor a la discusión y sin el triunfalismo de Santos en El País de Cali: “Yo estoy absolutamente convencido que el Sí va a ganar. (…) Yo no tengo Plan B porque estoy absolutamente convencido de que va ganar”.
Un sí así ignora la otredad del no. Y el no, no necesariamente es como reza la amenaza palaciega, “volver al conflicto armado”, sino barajar de nuevo.