Si en algo ha insistido la jurisprudencia constitucional, tanto la colombiana como la de otros países (España, por ejemplo), son en sostener que los derechos -inclusive los fundamentales- no son absolutos. Aplicando los principios de razonabilidad y proporcionalidad, los tribunales constitucionales han sostenido que, para establecer hasta dónde llega un derecho en un caso concreto, es necesario hacer una valoración de las circunstancias y buscar un equilibrio, considerando la existencia y posible afectación de otros derechos y del interés general.
Un estatuto constitucional como el nuestro consagra de modo expreso los derechos fundamentales, que son los inherentes a la naturaleza de la persona humana y a su dignidad, y los proclama como inalienables (Art. 5). Ello significa que no pueden ser negados, excluidos, desconocidos, suprimidos o enajenados, desprotegidos, ni sometidos a discriminación. Pero tenerlos como absolutos conduciría a colisiones y enfrentamientos de tal magnitud que muchos serían sacrificados. Al final, en un total contrasentido, primaría la ley del más fuerte, en vez del Derecho y la razón. Que cada individuo pudiera llevar su propio derecho hasta donde quisiera, sin límite alguno, sin ninguna ponderación, inclusive abusando de aquél y atropellando los derechos de los demás o quebrantando el orden jurídico no generaría en el seno de la sociedad nada diferente al caos. Por paradoja, los derechos fundamentales dejarían de ser inalienables porque unos serían vulnerados por causa del ejercicio abusivo de otros. El sistema de protección de los derechos de todos no podría operar.
El reconocimiento y el ejercicio de los derechos encuentran límites -algunos de ellos en los propios textos constitucionales, otros a partir de una visión sistemática del ordenamiento y de una concepción que permita la razonable y proporcionada convivencia entre los derechos-, de manera que un criterio equilibrado sobre el alcance de los derechos no admite que, de facto, la sola invocación del propio derecho y el ejercicio absoluto e ilimitado del mismo por parte de una persona comporte la perturbación o el daño a los derechos de los demás o el comportamiento antisocial fundado en el abuso. Un principio de razonable uso de los derechos enseña que no son ilimitados y que, en una sociedad civilizada y regida por el Derecho en sentido objetivo, han de articularse dentro de un orden equilibrado que haga posible y viable el ejercicio de todos ellos.
Por eso, según el artículo 95 de nuestra Constitución, el ejercicio de los derechos y libertades en ella reconocidos implica responsabilidades; destaca que toda persona está obligada a cumplir la Constitución y las leyes, y estipula que su primer deber consiste en “respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios”.
Por definición, el abuso del derecho o de la libertad no hace parte del derecho, ni de la libertad. Está por fuera de ellos. No está protegido por la Constitución, ni por la ley, ni por los tratados internacionales. En sí mismo, el abuso invade los derechos de otros, afecta el orden jurídico, cercena las libertades y amenaza el bien colectivo.
Así, por ejemplo -hablando de reciente polémica-, la libertad de expresión no puede ser invocada para incitar a la violencia y al delito, ni para propiciar golpes de Estado.