P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 20 de Mayo de 2012

La virtud de la esperanza

La ascensión del Señor marca una etapa nueva y definitiva para los apóstoles. El Señor resucitado ya no aparecerá más, sino que sube al cielo para interceder por los hombres ante el Padre. Este hecho es narrado por los hechos de los apóstoles en la primera lectura subrayando el estupor y asombro de aquellos hombres (Hch 1,1-11). El evangelio insiste, de modo particular, en la misión que Jesús confía a sus apóstoles.

Se trata de un verdadero mandato apostólico: Id y predicad (Mc 16, 15-20). En la segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios, Pablo subraya la necesidad de comportarse adecuadamente conforme a la vocación, pues a cada uno se le ha dado la gracia en la medida del don de Cristo (Ef 4,1-13. Así pues, los apóstoles se encuentran ante una nueva situación. Por una parte, según las palabras de Cristo, deben esperar para ser revestidos del Espíritu Santo, pero por otra parte, deben meditar que ya ha empezado la hora de dar continuidad a la obra de Cristo en su cuerpo que es la Iglesia.

La fiesta de la Ascensión del Señor es una cordial invitación a levantar nuestra mirada a las cosas del cielo, sabiendo que allá donde ha entrado Cristo cabeza, entrará también el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La vida del cristiano está siempre escondida con Cristo en Dios. En un mundo como el nuestro, en el que el avance tecnológico es formidable y en el que las posibilidades de manipulación se han extendido casi sin límites a todos los sectores de la existencia humana, se hace presente un cierto temor. El temor de que todo este avance se vuelva de algún modo contra el mismo hombre.

Para superar este miedo y, más aún, para evitar que las creaciones del hombre se vuelvan contra él mismo, es menester que, a la par con el avance tecnológico, exista un verdadero desarrollo de la ética y de la moral. Sólo respetando las leyes de su Creador, el hombre podrá llevar a cabo realizaciones dignas de su vocación y misión. Cuando el hombre se separa de la ley divina y de los dictámenes de la recta razón se precipita en la falta de sentido.

La fiesta de la Anunciación nos invita a tener nuestra mirada fija en el cielo, donde reside Cristo a la derecha del Padre, pero las manos y el esfuerzo en esta tierra que sigue teniendo necesidad de la manifestación de los hijos de Dios. Es una invitación a seguir trabajando por construir la “civilización del amor”. El cristiano debe ser un hombre de esperanza y de luz en medio de un mundo de tanta tiniebla.

No es fácil superar la fuerte tendencia al individualismo en la vivencia de la fe de muchos cristianos. Debemos, por ello, predicar con oportunidad o sin ella, sobre la necesidad de ser apóstoles allí donde la Providencia nos ha colocado. /Fuente: Catholic.net