P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 6 de Noviembre de 2011

La verdadera sabiduría

Es  indispensable adquirir aquella sabiduría que nos dispone para el encuentro definitivo con Dios Nuestro Señor. La liturgia de hoy nos prepara de modo mediato para la solemnidad de Cristo Rey del Universo. La primera lectura hace un elogio de la sabiduría y subraya que aquel que la busca la encuentra. No está, por tanto, lejos de nosotros. Si queremos, podemos hallarla (Sab 6,12-16). Esta sabiduría no consiste propiamente en un grande cúmulo de datos científicos, sino es más bien una sapientia cordis. Es un conocimiento profundo y experiencial de Dios y de su amor; un conocimiento claro de sí mismo y de los hombres, mis hermanos.
El evangelio también nos habla de la sabiduría y de la prudencia de las vírgenes bien preparadas para la llegada del esposo. Las vírgenes son sabias porque han sabido prepararse adecuadamente, llevando consigo una buena cantidad de aceite que mantenga encendida su lámpara. (EV, Mt 25, 1-13). San Pablo en su carta a los Tesalonicenses les habla de la importancia de mantener la fe, e interpela a aquellos que mueren como si no hubiera otra esperanza. Todos aquellos que creen en Cristo y pertenecen a Cristo, estarán siempre con el Señor. Por esta razón, el cristiano debe vivir consolado con una gozosa y profunda esperanza (2L, 1Tes 4,13-18).
La sabiduría se podría definir como la capacidad de juzgar y obrar conforme a la verdad y a la voluntad de Dios.
La Sagrada Escritura presenta al hombre sabio como aquel que ama y busca la verdad. No es, por tanto, la sabiduría la suma de conocimientos científicos por muy amplios, técnicos y diversificados que éstos sean. Más bien, sabio es aquel que hace propios los pensamientos de Dios y los deseos de su voluntad.
En los primeros años de la era cristiana al bautizado se le llamaba también “iluminado”: aquel que había sido iluminado con la luz de Cristo. Aquel que había pasado de las tinieblas del pecado a la luz admirable del amor de Dios. El cristiano era como una lámpara cuya luz debía alumbrar a todos los de la casa. Esos cristianos seguimos siendo nosotros. También nosotros tenemos la obligación de vivir con la lámpara encendida. Tenemos la gran ocasión de iluminar a este mundo que se bate entre tinieblas. Tenemos la ocasión de ayudar a tantos hermanos nuestros que no conocen a Cristo o lo conocen sólo de oídas, pero no han hecho experiencia de su amor.
No nos engañemos con sofismas, con razonamientos humanos. Busquemos la verdad en todo, seamos sinceros con nosotros mismos y con los demás. Sólo aquellos que buscan la verdad por encima de todo son plenamente libres y no hay doblez en ellos. El inicio de la sabiduría es el temor de Dios (Prov. 1,7). /Fuente: Catholic.net