P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 27 de Noviembre de 2011

 

La salvación y la espera
 
Hoy iniciamos el ciclo B y nos introducimos en el tiempo fuerte del adviento. Se nos ofrece el tema de la salvación y su anhelante espera como vínculo de unión de las lecturas. En la primera encontramos una bellísima oración que expresa los sentimientos de los israelitas que volvían gozosos a su patria después del destierro, pero advertían que, extrañamente, se retrasaba la intervención salvífica de Dios: ¡Ah si rompieses los cielos y descendieses! 
En esta petición hay simultáneamente angustia y confianza. Hay dolor de la realidad actual, pero esperanza inquebrantable en la promesa del Señor (Is 63, 16-17.19; 64, 1-7). La segunda lectura expone que los corintios no carecían de ningún don; en Cristo habían sido colmados con toda clase de bendiciones. Más aún, por gracia de Dios, poseen el mayor de los dones: la participación en la vida de su Hijo Jesucristo. ¡Y Dios es fiel! Esto es precisamente la salvación (1 Cor 1, 3-9).
El evangelio (Mc 13, 33-37) indica que la espera vigilante de la manifestación de Cristo es aquella que debe acompañarnos en nuestra vida mortal. ¡El Señor puede llegar en cualquier momento: velemos, no durmamos! ¡El Señor está por llegar!
El cristiano debe vivir como centinela de esperanza en la noche del mundo. Algo que debe caracterizar la vida del cristiano es su esperanza gozosa en el triunfo de Cristo sobre el mal y sobre el pecado. En verdad, son muchos los motivos de sufrimiento y de “noche” para los hombres. Los dolores morales profundos, las enfermedades, las desgracias personales, el “tedio de la vida”, las grandes catástrofes que se abaten sobre pueblos enteros. Parece que todo nos invita a perder el ánimo. Sin embargo, Cristo sale al paso de nuestra vida y nos hace presente que la noche ha sido vencida y que debemos vivir como hijos de la luz. Cristo nos invita a ser “centinelas de la mañana”, centinelas de la esperanza, pregoneros de la buena nueva de la salvación.
En este sentido habría que alimentar la capacidad de maravilla ante todo el mundo creado. El Papa Juan Pablo II nos invitaba de este modo: “Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las cosas y que nos introduce en los espacios del misterio.
La cultura tecnológica y la excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el rostro escondido de las cosas. En realidad, para quien sabe leer con profundidad, cada cosa, cada acontecimiento trae un mensaje que, en último análisis, lleva a Dios. Los signos que revelan la presencia de Dios son, por tanto, múltiples. Pero para que no se nos escapen tenemos que ser puros y sencillos como los niños, capaces de admirar, sorprendernos, maravillarnos, encantarnos con los gestos divinos de amor y de cercanía para con nosotros. ¡Admirable enseñanza capaz de dar luz e iluminar nuestros caminos!