Con el sentido común que abunda en esta séptima vertebral añado al debate que si 136 de los 193 países miembros de la Organización de Naciones Unidas reconocen como Estado a Palestina, por algo será.
Quizás el reconocimiento que hizo Santos de Palestina como Estado en la víspera de su adiós haya sido la puerta de entrada a su rol de pacifista universal. Santos se cree Gandhi y nunca da puntada sin dedal. Pero el tierrero político y económico que armó con aliados como Estados Unidos e Israel lo enfrentará Duque.
Expertos como Mauricio Jaramillo Jassir, cuya crónica publicada en El Espectador es cátedra con plastilina, dicen que “nada más cercano al derecho internacional y a la tradición diplomática colombiana que reconocer a Palestina como Estado”.
Lo que sé de Palestina me lo ha enseñado mi poeta predilecto de los tiempos todos: Mahmud Darwish (1941-2008), a cuyos versos llegué por consejo de quien orientó gran parte de mis lecturas de adolescencia: don Rafael Vega Bustamante (QEPD), dueño de la desaparecida Librería Continental de Medellín.
Mahmud Darwish nació en una aldea galilea que vio borrarse del mapa en medio de los combates con Israel. Su poesía, escrita en el fragor de la guerra, es también crónica de la diáspora, la humillación y el dolor de su pueblo, obligado por una decisión de la ONU al finalizar la segunda guerra mundial a compartir territorio con otro pueblo víctima de la ignominia: los judíos.
De Mahmud Darwish aprendí que la desgastada palabra patria es algo simple: “que yo beba el café de mi madre y que regrese sano y salvo por las noches”; que es “mejor contemplar auroras que puestas de sol”; que “la tristeza es un pájaro blanco que no se acerca a los campos de batalla”; que la soledad “es penetrar la ausencia”; que “necesitamos los adversarios para saber que somos gemelos”.
Con Darwish recordé que las palabras no son una impune suma de vocales y consonantes: “cuando mis palabras eran cólera yo era amigo de las cadenas” o “no he hallado utilidad alguna en las palabras, salvo su deseo de cambiar de amo”; también, que “la realidad más firme es la imaginación”. Reinventé con él mi gusto por el café: “(…) y el olor del café es geografía, el olor del café es como una mano, el olor del café es una voz que llama y atrae”.
Gracias a los versos de este poeta enorme supe que ser palestino es un acto de fe, porque cuando no se tiene tierra, país, todo es una entelequia. Traducidos a 40 idiomas, sus poemas nos muestran un trozo de la Palestina que es nación, que es pueblo pero no Estado: “Vi a un país abrazándome con manos matinales. Huele el aroma del pan. Mira esa flor en la acera; la luz de tu madre alumbra todavía y el saludo aún está caliente como el pan recién hecho”.
El conflicto palestino-israelí ha sido un memoricidio. La memoria palestina ha sido casi borrada. La historia siempre es narrada por el más fuerte, por el más mediático, por el que es capaz de victimizarse una y otra vez. Pero Darwish me enseñó que “el único camino hacia la paz consiste en que la memoria del vencedor reconozca la memoria del derrotado”.