La política exterior del actual gobierno colombiano tiene mucho de sainete: una sucesión de situaciones y acontecimientos grotescos o ridículos y a veces tragicómicos. Tiene también algo de fábula: la del burro flautista, en este caso, porque hay que reconocer, como advirtió don Tomás de Iriarte, que “Sin reglas del arte, borriquitos hay que una vez aciertan por casualidad”. Aciertos que, sin embargo, tienen sus notas de música asnal.
Para la muestra, un botón: la prolija comedia de equivocaciones interpretada frente a la cuestión venezolana, cuyo más reciente episodio es la mojiganga exhibida con ocasión de la espuria posesión de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela
Tras el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, rotas por decisión de Miraflores en 2019, vino la designación de un embajador sin otra credencial que su profundo involucramiento en la campaña presidencial, del que sigue derivando réditos cuyo trasfondo permanece en la penumbra, donde permanecen también el balance de su gestión, su problemática relación con el entonces canciller (que no lo soportaba), y los detalles más precisos de su salida de Caracas.
De su sucesor basta citar la respuesta que dio en una entrevista concedida el 8 de enero, dos días antes de la “posesión” de Maduro. Interrogado sobre la situación en Venezuela, declaró, con pasmosa indiferencia, poco importa si calculada o espontánea, que “estaba en el campo en Colombia, en vacaciones, y realmente para desestresarme opté desde el 20 de diciembre de (sic) no seguir los sucesos, las noticias”.
Hubo también una inolvidable -y, sin embargo, ya olvidada- Conferencia Internacional sobre el proceso político en Venezuela, de cuyos frutos no hubo entonces (ni hay hasta ahora) más evidencia que una inane y solitaria comparecencia del canciller anfitrión ante la prensa.
¿En qué quedó, para continuar el inventario, la troica conformada en su momento con México y Brasil “para apoyar los esfuerzos de diálogo y búsqueda de acuerdos que beneficien al pueblo venezolano”, como decía el comunicado que, tras los comicios del 28 de julio del año pasado, pedía también la divulgación completa y desglosada de los resultados? Da la impresión de que, cuando hablan, Brasilia, Bogotá y México hablan de cualquier otra cosa, pero no de Venezuela; de que, hoy por hoy, Colombia no tiene con quién hablar de Venezuela (ni allí tampoco).
Para rematar, está la gimnasia de los últimos días. Los decires del canciller y sus contradicciones, la ambigüedad de los mensajes, la contorsión de las explicaciones, el abuso del lenguaje y las comparaciones, el recurso al “pragmatismo” como excusa, las omisiones selectivas, la retorcida tesis de que las elecciones no fueron libres porque hay un “bloqueo económico” y hay que repetirlas. Una sarta de maromas para acabar convalidando el latrocinio de Maduro. Un vano intento de encubrir lo que es notorio: que Bogotá no tiene idea ni estrategia sobre qué hacer con Venezuela.
A no ser que la estrategia sea -para decirlo con las palabras del escritor y exiliado nicaragüense Sergio Ramírez, en una columna publicada justo ayer en el diario español El País- la del disimulo, la ceguera complaciente, o la complicidad frente a la dictadura de Maduro.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales