La Organización de las Naciones Unidas está muy lejos de ser ese “Parlamento del hombre”, o de representar la “Federación del mundo” que evocó Lord Tennyson en su poema Locksley Hall. Ni de la Asamblea General, ni del Consejo de Seguridad -mucho menos en los tiempos que corren- puede decirse aquel verso según el cual “Allí el sentido común de la mayoría mantendrá atemorizado a un reino inquieto, / Y la amable tierra dormirá, acunada en la ley universal”.
La realidad, tan contraria a la poesía, resulta frustrante para muchos; y es comprensible que así sea. Pero sería aún más frustrante que aquellos no existieran. Así lo demuestran los enormes e indiscutibles avances en la gobernanza global que, durante casi ocho décadas, han tenido allí su origen, y que, con todas sus limitaciones y fracasos -algunos realmente estruendosos- han hecho del mundo, sin embargo, un mundo mejor. Quizá no un mundo feliz (una utopía probablemente distópica), pero un mundo mejor en todo caso.
El encuentro anual de líderes de todas las naciones en la Asamblea General tiene un valor intrínseco que conocen bien los diplomáticos y que no siempre es fácil explicar a los legos. En primer lugar, como ritual -algo que suele desdeñarse actualmente, porque el espíritu de la época es ciertamente refractario a lo sagrado y, por lo tanto, a los rituales-. En segundo lugar, porque nada encarna tan explícitamente el multilateralismo, sin el cual la vida internacional contemporánea sería simplemente imposible. Y, finalmente, porque la masiva concurrencia que convoca la Asamblea hace posible innumerables encuentros y conversaciones -unos más amables y fructíferos que otros-, que en otras circunstancias resultaría difícil concretar, incluso por las más prosaicas razones.
A la hora de la verdad, lo que menos importa son los quince minutos de fama que cada orador aprovecha en el podio de la Asamblea General para declarar sus intereses, reivindicar los que cree sus derechos, espetar sus reclamos, o derrochar sofisterías disfrazadas (a veces chapuceramente) de elocuencia. Lo que cuenta es lo que, contra el telón de fondo de la Asamblea, ocurre en los pasillos, salas, y eventos paralelos que con ocasión de ella se realizan. Ningún ministerio de Asuntos Exteriores mide el éxito de su gestión durante esa semana por la resonancia del discurso del representante de su país ante el plenario. Un discurso con frecuencia dirigido más a la audiencia nacional, ante un plenario que, con obvias excepciones, está habitualmente despoblado.
La reunión presidencial del C5+1 (los 5 Estados de Asia Central más los Estados Unidos). Las citas de Erdoğan con Netanyahu y de éste con Biden. La conversación Zelenski-Lula. Las cumbres sobre desarrollo sostenible y finanzas globales. El encuentro ministerial sobre el proceso de paz en Medio Oriente; y el de los europeos con los Estados insulares del Pacífico… Son estas cosas las que cuentan, porque dicen lo que cuenta.
Protagonista. El primer ministro albanés, presidiendo el Consejo de Seguridad, que mandó al embajador ruso a leer: "¿Quién es el agresor y quién el agredido? Es la misma diferencia tajante entre la guerra y la paz, como le recordaría Tolstoi".
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales