No hago otra cosa que pensar en esa incapacidad nuestra de dialogar, lejos como estamos de la argumentación y tan peligrosamente cerca de la pasión, esa que incluso fue eslogan de país y que nos afinca en la más irracional de las polarizaciones, la misma que atraviesa nuestra vida cotidiana desde las relaciones personales, la exposición en redes sociales, la participación en política e incluso, la información entregada por los medios de comunicación.
No hago otra cosa que pensar en Spinoza y su Reforma del Entendimiento con la sabia advertencia de que “(…) ante los asuntos humanos no hay que reír ni llorar ni indignarse, sino simplemente comprender o entender”. Pero para comprender o entender es necesario detenerse, hacer una pausa y pensar antes de repetir como un loro lo que los medios dicen motivados por su propia agenda política, económica, cultural, social y por supuesto, afectiva.
No hago otra cosa que pensar en quienes no son protagonistas ni de sus propias vidas ni capaces de generar una noticia de primera plana y tienen que conformarse con ver el transcurso de la historia desde el gallinero y acceder al poder manoseando revistas de supermercado o escuchando conversaciones de peluquería, proclives a aceptar pensamientos de segunda mano.
No hago otra cosa que pensar en esa comodidad en la que estamos instalados, ya que es mejor tragar entero, repetir titulares de prensa, dar likes en Facebook, vomitar estupideces en 140 caracteres y dejar en manos de otros nuestro destino; por esto nos gustan los ismos, la adherencia al pensamiento ajeno, incapaces como somos de usar la cabeza y su contenido cerebral.
No hago otra cosa que pensar en Kant, quien en su texto Qué es la Ilustración, aseguró que nuestra minoría de edad mental es “(…) la imposibilidad de servirse de la inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro”.
No hago otra cosa que pensar en lo bien que le haría a este país entrar en el camino largo de la filosofía, que vive de la reflexión, y abandonar poco a poco la brevedad del periodismo, que vive de la emoción. Pero el periodismo, como lo asegura el filósofo Onfray, “desinforma y se ha vuelto incapaz de poner en perspectiva lo real con las condiciones que han hecho posible lo que acaece”.
Pero qué va. Aterriza mi avión y de vuelta al acelere, sé que pensar no es rentable para los idiotas de turno en quienes depositamos nuestros destinos como ciudadanos, como empleados, como seres humanos.