Tal como sus antecesores -sin hacer la diferencia demostrando madurez para reconocer tantos errores-, el actual presidente se victimiza y ejecuta una impertinente búsqueda de culpables. Creyendo merecer una reelección vitalicia, al menos hasta el año 8000, invocó el “mamola” para advertir que “no va a venir un gobierno de ultraderecha a borrar todo lo que he hecho”; pero, con medio mandato, ¿qué ha logrado?
Como no tenía redactado ningún articulado, ni planificó su gobierno, la improvisación empezó con una reforma que no sinceró la estructura impositiva, para ajustarla a nuestra realidad económica. Acatando lo ordenado por las mismas entidades multilaterales que condenaba, no contempló eliminar el IVA para legalizar la economía popular, y dinamizar el consumo.
Tampoco erradicó los incontables descuentos o créditos tributarios, que afianzaron la cultura de la evasión y elusión, ni sustituyó la retención en la fuente por la declaración de renta obligatoria, para que todos los ciudadanos asumieran responsabilidad social.
Renunció a optimizar el recaudo, la redistribución y la generación de empleo, pues reforzó el castigo a las empresas. Como consecuencia, la informalidad, la precarización y la “uberización” seguirán absorbiendo a los pobres, y estancando a las vulnerables clases medias.
Hay tanta paranoia y conformidad, que algunos especuladores reprodujeron el mito de la Primera Dama como eventual reemplazo de “Petro I, El Ausentista”. Ciertamente, no tendría posibilidad en la arena democrática, pues, Nepotista e Histriónica, dista de parecerse a Godiva, aquella leyenda medieval que inmortalizaron tras interceder por los esclavos de su esquilmado feudo.
Ella rogó a su amo que rebajara los impuestos, y obtuvo dicha concesión a cambio de humillarse, marchando desnuda en las calles, como señal de protesta y sacrificio. Doña “nadie”, por contra, se compara con la derrochona María Antonieta.
Volviendo a la realidad, Petro nos quedó debiendo magnificencia. Las mezquinas obras del progresismo se opusieron a las ambiciosas promesas, y sus militantes se dedicaron a pelear o desfilar, ataviados con finas marcas, mientras recorrían el Palacio, el Congreso y demás clubes sociales donde el trabajo es accesorio.
Desde que estrenó la banda presidencial, impuesta por una pésima parlamentaria que heredó los privilegios de un guerrillero gomelo, el séquito le hizo la venia al “Traje Nuevo del Emperador”, ignorando que así se empeña en someter al ridículo a quien supuestamente pretende tributarle honores, según anunciaba aquel cuento infantil.
Él sigue jurando que le cumple a “nadie”, y etiquetando como estúpidos a quienes lo consideramos incompetente para liderar la rama ejecutiva, porque no tenemos la capacidad de reconocer los invisibles logros que simula haber tejido.
Entretanto, los guajiros y chocoanos deben convertirse en nómadas, desplazados o migrantes, pero él sigue orgulloso, ignorando las observaciones ajenas a su círculo vicioso, y olvidando que “la soberbia va delante de la destrucción, y la arrogancia antes de la caída” (Proverbios 16:18).
Su Pacto está fracturado, y le quedó grande La República. Tal como en la parábola india, “Los Ciegos y el Elefante”, sin líder, apertura mental ni visión sistémica, las reformas tampoco fueron ambiciosas, estructurales ni innovadoras: no eliminan los parafiscales laborales, no promueven la prosperidad de los empleados, ni garantizan dignidad a los desempleados.
Ese legado no difiere del que dejaron anteriores periodos de nuestra historia, pero las expectativas eran mayores, y defraudaron tanto como la Constitución del 91 o la presidencia de Gaviria, cuando, en lugar de adelgazar, Hommes se apretó el cinturón. Ahora, Bonilla lo subió al cuello.
Para colmo de males, sus metas de 2024 no tienen línea base ni compromiso real (https://t.ly/2BkMC).