““El gozo es la recompensa”
Aunque se diga muy fácilmente, estar presente es todo un ejercicio, tanto complicado como complejo. En la medida en que somos y estamos plenamente presentes nos damos cuenta de que en todo se revela el amor.
Nos relacionamos con la cotidianidad de múltiples maneras. Existe hoy tal exposición a estímulos de tan distinto orden, que parecería inevitable dejarnos arrastrar por la avalancha que ha implicado la era digital. El ruido se ha incrementado y resulta difícil distinguir qué contenidos son los que necesitamos, los que realmente nos son útiles. No se trata de satanizar ni estigmatizar; se trata, simple y complicadamente, de identificar qué nos permite ser conscientes de nuestra conexión esencial y qué nos aleja de ella. El asunto es de entrenamiento: ante los ojos de un espectador desprevenido la diferencia entre el rojo bermellón y el rojo carmesí es imperceptible; un artista puede reconocer que el bermellón tiene más amarillo y el carmesí, más azul. Lo hace porque es su foco de interés, porque ha afinado su atención a través del conocimiento y la práctica, lo cual le hace estar presente. De la misma manera, en la medida en que practicamos estar en contacto con nosotros mismos, en medio del mundo, logramos estar presentes. Todos podemos desarrollar la habilidad de ser testigos de nuestra propia vida, de dar cuenta de todo lo que nos ocurre. Complicado y posible.
Ahora viene lo complejo. Como la vida no es lineal, sino multidimensional, precisamos armonizar diversos escenarios para resolver la existencia. Algunos nos pueden resultar más amables, mientras que otros pueden ser un verdadero dolor de cabeza. Para alguien puede ser relativamente fácil resolver los asuntos económicos, no así los emocionales; además de ellos, entran en juego los físicos, los recreacionales, los espirituales (…), siendo siempre posible intentar renunciar a algunos, que tarde o temprano emergerán para posibilitar aprendizajes. Todo ello ocurre en medio de la incertidumbre: aunque intentemos controlar la vida, estamos lejos de tener certezas absolutas sobre lo que nos sucede. ¡Es precisamente por ello que necesitamos desarrollar la plena presencia! Ello nos permite asumir la vida tal como es y dejar de sufrir porque no es como quisiéramos que fuese.
Llegamos a la plena presencia cuando ponemos atención a nuestra respiración, al observar un amanecer o una puesta de sol, al disfrutar la lluvia y no anhelar un sol canicular. Practicamos la plena presencia cuando saboreamos lo que comemos e identificamos los ingredientes con los que fue preparado o cuando sentimos cada paso que damos.
En los momentos de plena presencia no hay nada más y paradójicamente lo hay todo. Es allí cuando podemos reconocer la divinidad que habita en nosotros, ver la divinidad en todos y en todo, identificar la divinidad en cada vivencia, por terrible que parezca. En cada situación que estamos atravesando hay sentidos y aprendizajes, que nos perdemos si tenemos el foco en lo que pasó ayer, lo que sucederá mañana o dentro de cinco minutos a unas calles de donde estemos. En la plena presencia hay amor hecho gozo, que es más profundo que la felicidad que nos intentan vender a diestra y siniestra. El gozo de ser conscientes de nuestra consciencia.