El peaje que pagué para asentarme en mi nueva morada sobre la tierra fue someterme al polígrafo. Llegué a la sesión con el detector de mentiras muerta del susto porque me citaron en una oficina de un barrio del sur, que no sale en las postales de Cartagena. Me ilusionaba encontrarme al guapo doctor Carl Lihgtman, protagonista de Lie to Me, el émulo del psicólogo Paul Ekman, quien analiza las expresiones faciales, el movimiento corporal y el tono de voz para determinar si una persona está mintiendo, pero me recibió una técnica en chancletas.
Si el detector de mentiras registra las variaciones de la presión arterial, el ritmo cardíaco, la frecuencia respiratoria, yo ya la tenía perdida, porque soy asmática, el ventilán me da taquicardia y el mal gusto, risa y sudoración. Pero tocaba pagar el peaje.
Indagaron por las drogas y yo hiperventilé porque me trabo con una mezcla de café con Coca-Cola, cuando escribo libros por encargo tomo Vigía 100 para no quedarme dormida, como panelitas de Copelia para mantener alerta el cerebro, camino 10K diarios para liberar serotonina y he estado en contacto con gente de nariz ancha que tiene poder.
La tracamanada de preguntas me hicieron recordar que, en 2002, a todos los aspirantes a trabajar en Palacio junto a Uribe, el DAS nos sometió a la misma prueba y la pasaron Jorge Noguera, César Mauricio Velásquez, Alberto Velásquez, María del Pilar Hurtado, Luis Carlos Restrepo, Mauricio Santoyo, Daniel García Arizabaleta y más tarde Bernardo Moreno, Edmundo del Castillo y otros presuntos mentirosos.
Me preguntaron si conocía delincuentes y temí que no me fueran a contratar. Porque pillos, presuntos o declarados, he visto toda mi vida y no en barriadas ni alcantarillas ni en cárceles ni periódicos, sino circulando en lugares que son considerados de gente bien. En el Incolda de Bogotá tuve por compañero de diplomado a Gilberto Rodríguez Orejuela; una prima mía fue la esposa de Fabio Puyo Vasco, el ladrón de El Guavio; con socio mío en el club, Ernesto Samper Pizano; vecino de mi edificio en el oeste caleño, Miguel Rodríguez Orejuela; a Joselito Guerra lo conocí en la Casa de Nariño; a Diego Palacio, en el Ministerio de Salud; fui compañera de colegio de las hermanas de Antonio Navarro cuando él era guerrillero y mi mamá siguió siendo mejor amiga de la mamá de los Pizarro cuando ellos estaban en el monte; mercaba en Jota Gómez cuando lo gerenciaba Sabas Pretelt de La Vega y en un evento diplomático le di la mano a Salvador Arana.
Pero el polígrafo cree que en Colombia la gente no recta está en el inframundo. Yo los conocí a todos en las altas esferas.