Como decíamos la semana pasada, ahora, que ya ha pasado la euforia de la visita de Francisco a Colombia, viene bien un ejercicio de seguimiento y prospectiva sobre el impacto y la influencia del viaje en materia sociopolítica.
Pasando, pues, a un quinto punto, cabe subrayar como el Papa supo valorar el capital democrático de la sociedad colombiana -cuya manifestación más clara se dio en el referendo de octubre-, al no confundir reconciliación con negociación, ni la firma de un acuerdo con la verdadera convivencia pacífica.
De hecho, el Santo Padre sincronizó muy bien el momento de su visita, el del posacuerdo temprano, con el papel específico que puede asumir un ciudadano moralmente empoderado: escrutar los compromisos asumidos por las partes y exigir responsabilidades concretas.
En la práctica, eso significa que, a pesar de que Gobierno y Farc ignoraron la expresión mayoritaria de la población, aún tendrían la oportunidad de demostrar que no hay trampas en el camino y que harán valer los principios de verdad (transparencia), justicia (sanciones penales), reparación (tanto material como espiritual) y no repetición (renuncia a cualquier modalidad de violencia).
Pero, consciente de que las señales recibidas apuntan a que tan idílica situación no es, precisamente, la que se está viviendo, Su Santidad cuestionó en repetidas ocasiones la simple legalidad del proceso y compaginó con aquello que el Secretario de Estado advirtió pocas horas antes del viaje: “más allá de las fórmulas técnicas del acuerdo, lo que necesita el país es una reconciliación profunda para que se pueda emprender el camino de la paz con bases sólidas.”
Bases sólidas que, como es apenas obvio, descartan la revictimización, la movilización política forzosa, la intimidación, la violencia no visible, la extorsión encubierta y la participación en política sin haberse sometido a sanción alguna.
Y sexto, el Papa cuestionó también a la propia jerarquía eclesiástica, aquella que no siempre se comporta con la mesura necesaria para que la unidad de la Iglesia se conserve y no se estimule la deserción, aquella que resulta incontenible cuando los fieles perciben al sacerdote más como líder partidista o dirigente de Ong que como auténtico pastor.
Desafío al que, sin ir muy lejos, se enfrentan ahora los obispos tras haber decidido que la Iglesia actuará como verificadora del cese de hostilidades suscrito por el Eln.
¿Qué tanto compromete su integridad, independencia, credibilidad y confianza una Iglesia que decide observar con lupa la conducta de una organización armada cuyo cálculo estratégico le ha indicado que solo debe firmar un papel con vigencia de cuatro meses, lo mismo que dura un yogur en la nevera?