A propósito del conversatorio organizado por la Academia Colombiana de Jurisprudencia en torno al ideario constitucional de la independencia y la primera República, vale la pena reivindicar una vez más la importancia y el valor de los textos con los que entre 1810 y 1815 se comenzó a abrir paso entre nosotros la idea de autoridades propias y de un gobierno republicano.
En ellos se traslucen influencias diversas que entrelazan, de un lado, los hábitos, tradiciones y entendimientos del poder con sus diferentes matices heredados de España; y de otro lado, los conceptos, fórmulas y propósitos de las revoluciones liberales, que vía la circulación de los libros, cartas y noticias provenientes de Londres, Filadelfia y París, animaron muchas veces en secreto las mentes de entonces, y que en el marco de las realidades del territorio neogranadino sirvieron de abono a los sucesos que llevaron a la independencia.
El constitucionalismo que vendrá después, encontrará en esas primeras constituciones elementos que se inscriben en lo que Tulio Enrique Tascón percibía como una línea continua del ideario constitucional nacional. Elementos que igualmente reivindicará José María Samper, y con particular interés y acierto en múltiples aspectos, el profesor y consejero de Estado, Carlos Restrepo Piedrahita, y más recientemente el historiador Jorge Orlando Melo.
Con la consideración debida a otras aproximaciones igualmente defendibles en el ámbito académico, es preferible hacer énfasis en el significado positivo de esos años y en los aspectos relevantes de sus textos y de sus protagonistas.
Vale la pena aproximar ese periodo en la lógica de construcción de mito fundacional, y no como un ejemplo más de esa tendencia a examinar etapas clave de nuestra historia con desdén, o solo para encontrar en ellas razones de desencuentro.
Lo que no implica desconocer las controversias, errores y oportunidades perdidas, sino más bien enmarcarlas en el análisis del complejo significado de ese periodo de transición y aprendizaje, de ensayo y error, a partir de las diferentes visiones, circunstancias y condiciones que entonces existían en la Nueva Granada y en el mundo, pues es necesario interpretarlos a la luz tanto de lo que acontecía en Santa Fe o en Cartagena y se percibía en las aulas del San Bartolomé o del Rosario, como de lo que sucedía en los nacientes Estados Unidos, en la Francia revolucionaria y en la Europa de Napoleón, como en la España de Godoy, pero también de la Constitución de Cádiz.
Nuestros primeros textos provinciales, como la primera Constitución nacional de Venezuela, preceden precisamente en pocos meses el resultado de los trabajos de las Cortes de Cádiz, en los que algunos neogranadinos como Domingo Caicedo participaron y quienes luego vinieron a América para convertirse en protagonistas de la nueva era republicana. Aquel como muchos otros perteneció a una generación de juristas que terminaron siendo actores principales de la búsqueda de la nueva institucionalidad.
La independencia, cuyo advenimiento habían insinuado las revueltas de los comuneros y luego los sucesos en toda América provocados por el vacío de poder generado con la abdicación sucesiva de Carlos IV y Fernando VII, se planteó́ entre nosotros en efecto desde un primer momento como un problema constitucional. En este sentido bien puede afirmarse que el acta del 20 de julio de 1810 contiene esencialmente una alegación sobre el derecho del pueblo a darse una Constitución que rija su propio destino, y que los textos que se expidieron enseguida pretendieron cumplir ese objetivo. Así, además de la actas del Socorro de 1810, de Cartagena de 1811, y de la Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada del 27 de noviembre de 1811 -reformada en 1814 y 1815-, se expidieron la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811, que fue reformada en 1812 para adoptar la forma republicana, y nuevamente en 1815 ya integrada Cundinamarca a la Confederación Granadina, la Constitución de la República de Tunja del 23 de diciembre de 1811 -la primera en enunciar la forma republicana-, la de Cartagena de 1812, la de Antioquia del mismo año -reformada en 1815-, la de Popayán de 1814 y las de Mariquita y Neiva de 1815, sin olvidar las menos conocidas de Casanare y Pamplona de 1812.
El contenido de esos textos y la amalgama de conceptos e inspiraciones que ellos contienen, vale la pena mirarlos con todas sus virtudes y defectos para hacer honor al legado que dejaron y que merece ser considerado y estudiado en detalle, sin benevolencias, pero también sin los sesgos propios de las confrontaciones partidistas que han marcado buena parte de la lectura de nuestra propia historia.
@wzcsg