El Estado no debe ser generoso con los grupos armados antes de conseguir la paz. Debe serlo después de lograda la paz, para consolidarla. Es una lección que han dejado los procesos de paz en Colombia. El presidente Gustavo Petro haría bien en asimilar lo sucedido en los gobiernos Betancur, Pastrana Arango y Santos Calderón.
Cuando el 31 de diciembre de 2022 el Presidente anuncia el cese al fuego está lleno de la emoción de un gobernante que empieza a ver cercana la hermosa utopía de la paz total. Se trataba del comienzo de un nuevo año. Del comienzo de la era Petro.
Es de imaginarse los razonamientos del señor Presidente: yo presido el primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia. Yo represento el cambio. Mi trayectoria de luchador me ha ganado suficiente credibilidad en el mundo de los subversivos y de los combatientes. Conmigo se hace la paz que anhelo para mi patria.
A las pocas horas del anuncio, cuando aún se oían las campanadas de finales del año 2022, el Eln, fiel a su tradición de no conceder reconocimiento alguno a los voceros del Estado, se pronunció: “No nos metan en la misma bolsa de los delincuentes, El cese al fuego es una decisión unilateral e inconsulta del gobierno”. Fue un duro golpe al ego del presidente. Así actúa y actuará el Eln. Es más, aun no aceptan discutir el tema en las reuniones mexicanas.
Asimismo, amparados por el cese al fuego, las organizaciones criminales se apoderaron de territorios a los que antes no habían podido acceder. Se vive, desde entonces, una feria de la ilegalidad que se reflejó en el llamado paro minero del bajo Cauca antioqueño. Es un desafío al Estado, al que se le arrebata soberanía. La decisión del Presidente de revocar el cese al fuego, era lo que correspondía. El supuesto paraíso del cambio está lleno de problemas. Se impone la “autoritas” y conviene dejar atrás la prevención de la izquierda a incorporar el orden a sus programas de gobierno.
Al ambiente de inseguridad colectiva contribuye la improvisación de los funcionarios gubernamentales que han ignorado que la expansión de la economía ilegal, coca y minería, es el factor determinante de la violencia y de la guerra. Ojalá se comprendiera que la ideología de izquierda y las ofertas de paz no tienen el atractivo de antaño. Es la codicia, la riqueza ensangrentada, el objetivo supremo de los delincuentes, dueños de armas modernas provistas por grandes mafias. Es por eso que el abogado del Clan del Golfo anunció, por La W, el fin de los diálogos con el gobierno.
¿Cómo corregir, como atinar con el diagnóstico y adaptar la estrategia para hacer eficaz la búsqueda de la paz? Son interrogantes obligados para el Presidente Petro y para los colombianos todos. Nunca se debe renunciar a la paz.
Hay que partir de lo indiscutible: el orden es presupuesto indispensable de la justicia y de la paz. Es hora de superar el ingenuo optimismo de los comienzos y dejar de explicar los delitos por la “exclusión histórica”. Al Presidente lo que le toca es gobernar la durísima realidad de nuestros días.
Ahora bien, en el inicio de los diálogos a cada uno de las partes le corresponde afianzar sus perfiles. Es a partir de esa radical identificación que empiezan las propuestas, las concesiones. En la teoría de las negociaciones, mostrarse como “amigo del otro” es considerado una inmensa tontería.
Se negocia desde la legitimidad del Estado y del gobierno que lo representa. Eso está lejos de toda duda. Procede, por lo tanto, rechazar la pretensión de sustituir el Estado, como en el paro minero. O de equipararlo, como se advierte en el extensísimo Acuerdo de México con el Eln.
P. S.: El petrismo extremo sufre de hiperalgesia política: considera conspirativa la publicación del elocuente lema del Escudo Nacional: Libertad y Orden.