Es una situación sin precedentes: por primera vez en la historia, dos jefes de gobierno en ejercicio enfrentan sendas órdenes de detención emitidas por un tribunal internacional. Ni Putin ni Netanyahu pueden invocar inmunidad ni privilegio alguno derivado de su investidura. Tampoco importa que ni Rusia ni Israel sean parte en el Estatuto de Roma, el tratado fundacional de la Corte Penal Internacional (CPI): a fin de cuentas, los hechos que se les imputan habrían tenido y estarían teniendo lugar en Ucrania y Palestina, que sí reconocen la jurisdicción del tribunal.
Desde el punto de vista puramente conceptual, se trata de un hito en el desarrollo de la legalidad internacional, y en especial, de la idea de un Estado de derecho internacional y de una justicia cosmopolita. Ello es así aun con independencia de la eficacia que tengan las órdenes de la Corte, y de que Putin y Netanyahu comparezcan o no en La Haya, en un juicio que -de conformidad con las reglas del Estatuto de Roma- no puede tener lugar en su ausencia.
Si en el derecho interno el imperio de la ley supone, entre otras cosas, el sometimiento al derecho de gobernantes y gobernados por igual, en el plano internacional implica el reconocimiento de que, más allá de la soberanía de cada Estado individualmente considerado, existe un núcleo duro de prescripciones jurídicas que, por su naturaleza, son precondición lógica de la existencia misma y la preservación del sistema multiestatal. En el lenguaje técnico, estas normas se conocen como ius cogens: un derecho internacional de orden público, común y necesario, que se impone a todos los Estados con o sin su consentimiento.
Ciertamente, ni todo el derecho internacional de los conflictos armados ni todo el derecho penal internacional pertenecen a ese núcleo duro; pero no cabe duda de que hallan en él -como lo hacen otras áreas del derecho internacional- su principio y fundamento. Quizá por eso algunos juristas se han aventurado a sugerir que el ius cogens es lo más parecido que hay a un “constitucionalismo internacional”, o incluso “global”, al que los liberales incorporan, con toda congruencia, las libertades y los derechos humanos fundamentales.
Más allá de las consideraciones específicas sobre la responsabilidad personal de Putin y Netanyahu, y más allá de la valoración de las circunstancias -tan radical y sustancialmente distintas- de lo que ocurre en Ucrania y en Palestina, ambas decisiones de la CPI merecen una ponderación especial por lo que representan en este sentido. Coherentemente, no puede aplaudirse la una y denostarse la otra (tampoco es, por otro lado, un asunto de aplausos ni entredichos). La reivindicación del imperio de la ley no admite beneficio de inventario.
Lo anterior no quiere decir que los tribunales internacionales, la CPI en particular, sean infalibles e irreprochables, o inmunes a sesgos que es preciso advertir. Casos se han visto, literalmente. Tampoco quiere decir que la justicia internacional, por muy justa que pueda llegar a ser, vaya a resolver con sus providencias lo que sólo puede resolverse políticamente -a veces, como efecto reflejo de lo que pasa en los campos de batalla-.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales