RAFAEL DE BRIGARD, Pbro | El Nuevo Siglo
Domingo, 21 de Septiembre de 2014

Hastío generalizado

 

En Bogotá se siente un hastío generalizado respecto a la ciudad y al país. Como si los ciudadanos no valiéramos nada, los dirigentes políticos han generado un estado de vida agobiante para toda la gente. Van pasando las horas, los días, los meses y  los años y la sensación es que nos están llevando a un verdadero precipicio, mediante el látigo de la corrupción, el robo, el crimen y la indolencia ante los problemas más graves. El cinismo se ha tomado la vida pública y no hay un solo dirigente político o social que sienta la más mínima inclinación a mejorar la vida de los ciudadanos. Y, como para darle un marco físico a este panorama, ciudades como Bogotá se han convertido en especies de prisión, donde es prácticamente imposible moverse y mucho menos salir.

Hay hechos que corroboran este hastío, que es lo mismo que pérdida de toda esperanza. Mucha gente quiere irse de Bogotá y ya bastantes personas lo han hecho. La incesante violencia o intolerancia es apenas el síntoma visible de una rabia mal contenida ante el azote de tanta injusticia y maltrato a la ciudadanía. La pinta de Bronx neoyorquino que ha tomado Bogotá, su decadencia material y espiritual, las minorías tiránicas que ahora lo manejan todo, la feliz vida de los criminales de barrio y también los de cuello blanco, la atrocidad del transporte público, la comedia ridícula y diaria de senadores y altos funcionarios del Estado, los impuestos que no logran saciar el desorden gubernamental, el mandato soterrado desde Cuba, todo ha horadado las bases nunca sólidas de nuestra sociedad.

La preocupación de fondo para muchos de nosotros -educadores, ministros de la religión, padres de familia, servidores de la salud, etc- es cómo sostener y alimentar la esperanza en las personas de esta comunidad humana colombiana, sometida a diario a toda esta serie de vejámenes y atropellos. Y cómo movilizar a una sociedad por lo general apática y poco dada a tomar parte en la construcción de su propio destino, cambiándolo fácilmente, ya no por un plato de lentejas, sino por un carné del Sisbén. Cada vez se ha vuelto más difícil sostener la fe de los colombianos en cualquier cosa -Dios, el Estado, los gobernantes, la religión, la familia, el matrimonio, la educación- porque no hay señales contundentes de que allí en realidad se estén generando beneficios importantes para las personas. ¿Qué hacer con Colombia? Se oyen propuestas, aunque también aquí hay hastío.