Al menos en el corto plazo no parece realista esperar cierto clima de estabilidad política en Estados Unidos. Es evidente que la polarización se agudiza ahora con dos eventos de última sazón. Por una parte, la situación de Trump en Pittsburgh (Pensilvania), acaecida el sábado 13 de julio en horas finales de la tarde. Por otro lado, lo que sería la nominación de Kamala Harris, la vicepresidenta, como candidata por parte del Partido Demócrata.
El hecho de que Biden desista de la candidatura es un punto de inflexión estratégico en la campaña; es decir tiene múltiples repercusiones, las que tienden a ser irreversibles y de gran efecto multiplicador. La dinámica de la pugna política partidista con miras a la elección del martes 5 de noviembre de este año se agudiza. Los extremos políticos tienden a fortalecerse, enraizándose más las pasiones entre los “mercados cautivos” de cada agrupación, a la vez que se acrecienta la lucha por el centro de las preferencias políticas en cada Estado.
En medio de toda esta diatriba partidista los extremos tienden a reforzar sus sesgos de creencia, o sea sus bases más bien emotivas sobre lo que previamente creen y perciben. Se afianzan prejuicios. Esto tiende a ser peligroso dado que -entre otras repercusiones- cierra las puertas al diálogo, mientras se favorecen los fanatismos intransigentes, especialmente por sujetos severamente golpeados por el entendimiento mínimo, además de violentos; todo ello, no es de olvidarlo, en un país donde las armas están al alcance de todos.
El caso de los sucesos que acaecieron al candidato republicano Donald Trump, el sábado 13 de julio pasado, por ejemplo, es una situación que se presta para exactamente ese tipo de polémica que exaspera la polarización. Para los trumpistas de hueso colorado, se trató de un auténtico milagro, allí está el puño levantado junto a la bandera del país.
Para quienes demuestran mayores niveles de incredulidad, se trató de un “show” que en el más grave de los casos pudo costarle la vida al candidato más conservador. Aquí un apunte elemental: se pueden tener diferencias en la perspectiva política de los problemas de un país. Esto es un asunto por demás normal. Pero otra cosa, más bien sacada de los bolsillos de Frankenstein sería desear la muerte del adversario.
En suma, para contradictores de Trump, los sucesos -casi trágicos- del sábado 13 de julio están calcados más en una representación de lucha libre que en la realidad. El punto aquí es subrayar la profunda polarización que padece Estados Unidos en estos años de mediados de la tercera década del Siglo XXI. Quien lo hubiese predicho.
Hasta hace por lo menos unos 25 años, podría haberse afirmado que la estabilidad política, en medio de los antagonismos, era parte de un clima más bien dominante en la escena de poder en Washington. Ese fue el caso de las elecciones, por ejemplo, de fines de 1992: un Bush papá que se percibía casi invencible, era derrotado por Bill Clinton, el gobernador de Arkansas. Se tuvo la contienda, se tenía el reparto consecuente de Cámara de Representantes y de Senado, y cada quién para su casa.
Ahora las cosas son contrastantes, muy diferentes. La violencia se ha ido imponiendo generando escenas poco imaginadas. Ejemplo, el zafarrancho armado en el Capitolio con cauda incluso de muertos el miércoles 6 de enero de 2021. Surrealismo de la más pura cepa, sacado de obras de André Breton (1896-1966), Salvador Dalí (1904-1989), o Luis Buñuel (1900-1983) típico impacto desaforado en medio de violencia sin remilgos.
Y cuidado, en medio de todo esto, uno cree las cosas hasta que ocurren. Algunos casos. Uno, el asesinato de Olof Palme (1927-1986), primer ministro de Suecia, el trágico viernes 28 de febrero de 1986; y más recientemente el ataque armado al primer ministro de Eslovaquia, el asalto a la casa del primer ministro de Dinamarca, sin dejar de lado los ataques que han padecido políticos en Alemania, como lo documenta la Universidad de Hannover.
En el hervidero de pasiones que es ahora Estados Unidos, al menos para la mitad de población que sí asiste a las urnas, se concreta en un dato inquietante. Según una encuesta de la firma Marist -citada recientemente por la revista “The Economist”- nada menos que un 47% de los estadounidenses “piensa que se tiene real peligro de llegar a una guerra civil en el país”. Sin embargo, las inversiones que aún se mantienen, y que consecuentemente crean empleo, brindan evidencia de que la realidad no está demasiado próxima a un cataclismo.
En todo caso, la combinación de bajos niveles de entendimiento, acompañados por lo general con mayores tendencias a la violencia, propician inestabilidad tendiendo a generar en diferentes ámbitos, como mínimo, condiciones de desconcierto. De esa manera se erosiona la confianza en el país, se demeritan las perspectivas respecto al futuro incluso inmediato. Todo ello puede llegar a desembocar en mayor o menor grado en menos utilización de crédito, inversiones y aumento de oportunidades vía el empleo y la generación de emprendimientos. Se va perdiendo la fe en la solidez de contratos y observancia de la ley.
En otros países las condiciones, aunque similares, pueden tener efectos relativamente diferentes. Allí está el caso de los problemas para la formación del nuevo gobierno en Francia tras ser la coalición izquierdista Nuevo Frente Popular, o el hecho -más extremo- de que Bélgica pasó más de 650 días sin gobierno definido desde Bruselas.
Pero en Estados Unidos la dimensión política está más cerca de la esfera económica. Los daños pueden ser más directos, con efectos inmediatos en la inversión y niveles de consumo. Entretanto, en medio de las lúgubres sombras que se abaten sobre Estados Unidos, China, el gran competidor, mantiene su disciplina y sus innovaciones.
* Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Universidad Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario
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